Tras la celebración de elecciones en trece de las diecisiete Comunidades Autónomas, el auge de los nuevos partidos ha producido una ampliación de grupos con representación parlamentaria. Esta realidad ha conllevado la pérdida de todas las mayorías absolutas existentes, por lo que para formar gobierno se precisan pactos entre las distintas fuerzas políticas. Ante este panorama, ya anunciado por las encuestas hace tiempo, se alzan voces que lamentan la situación sobrevenida. Los argumentos para el descontento se centran en la dificultad a la hora de elegir a los Presidentes Autonómicos, en la pérdida de estabilidad gubernamental y en la complejidad para ejercer políticas en solitario por parte de los nuevos Ejecutivos. Los quejosos nos auguran un peor futuro, en base a la menor comodidad de los recién elegidos para hacer y deshacer. Sin embargo, en mi opinión, tales posicionamientos revelan la deriva de degeneración de nuestro modelo constitucional.

En el origen de los sistemas constitucionalistas, el Parlamento constituía el eje central de todo el organigrama democrático. Era el centro neurálgico del poder. La razón es muy simple. Lo integraban los representantes directos del pueblo, es decir, del Soberano y, por esa razón, asumían las principales funciones. Dictaban las leyes, elegían al Presidente del Gobierno y controlaban a los ministros o consejeros. Con el paso de los años, ese esquema se ha difuminado hasta el punto de distorsionarse de una forma grotesca. Ahora, el Gobierno se erige como absoluto centro de gravedad. En él residen el poder y, también, el control. La férrea disciplina de partido, unida a la generalizada facultad para dictar normas con rango de ley, han transformado el diseño originario de los ideólogos del proceso constituyente en una caricatura desprovista de gracia.

Tanto desde el Consejo de Ministros como desde sus homólogos en las Comunidades Autónomos, lo habitual es elaborar normas que luego convalidarán un conjunto de diputados sometidos a las órdenes dadas por los dirigentes de sus respectivos partidos. Así, los Parlamentos aprueban los proyectos de ley del Ejecutivo y rechazan las proposiciones provenientes del resto de grupos. Los diputados se han convertido en autómatas, seres no pensantes que pulsan los botones del sí, el no o la abstención de modo mecánico, en función de una consigna decidida previamente en otros despachos. Dicho de otra manera, los Parlamentos ya no son Parlamentos, sino una mera institución en manos de los Ejecutivos con mayoría absoluta y sometidos a consignas partidistas en el sentido más peyorativo posible.

Algunos están aterrados ante la perspectiva un posible cambio de escenario a partir de este momento, preocupados por el hecho de que las normas dictadas por los Gobiernos no puedan aprobarse sin más, como hasta la fecha. Temen que dichas decisiones del Ejecutivo no sigan pasando directamente a los Boletines Oficiales, sin el mínimo debate ni control. A todos ellos convendría recordarles una idea clave: en un sistema constitucional, la función del Parlamento no consiste en dotar a la labor del Gobierno de tranquilidad ni de placidez. Las Asambleas Legislativas nunca deben ser órganos sumisos en manos de un Presidente o de un líder. De ser así, nos colocarían ante un modelo de organización estatal que, desde luego, no es el que queremos. Por mucho que la estabilidad política sea un valor a tener en cuenta, no es el único a proteger. Ni siquiera es el más importante. Por delante de él se sitúan el respeto al pluralismo y, desde el estricto punto de vista parlamentario, la adecuada representación de la ciudadanía, al menos si aspiramos a que sigan mereciendo su condición de representantes populares.

Cada vez es más frecuente escuchar voces que recelan de la independencia de los Parlamentos y de su no entrega al Gobierno de turno. Por desgracia, piensan que las Asambleas deben limitarse a asentir las propuestas de los Ejecutivos o, mejor aún, a aplaudirlas. Son Parlamentos florero, tan vistosos como inútiles. El tiempo dirá si esta nueva etapa de la política española va a resultar provechosa o no. Personalmente, me alegraré mucho si sirve para dar marcha atrás o, siquiera, para frenar la tendencia perversa de los Gobiernos a acumular poder en sus manos. Porque ese no es el modelo previsto en nuestra Carta Magna ni el acorde a un sistema constitucionalista de libertades.

*Gerardo Pérez Sánchez es doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional de la ULL