Nunca antes había experimentado la pérdida de la noción del tiempo, pero no me refiero a la actual, la que viene provocada por un despiste, sino la dimensión histórica cercana. Me ha costado situarme ante unos acontecimientos que para mí eran del pasado remoto, aunque apenas habían transcurrido tres décadas. Poco a poco fui tomando conciencia de la Historia. La reciente, la que es tan próxima que no aparece en los libros de texto de los bachilleres, porque la ha vivido la generación de tus padres o tus abuelos, o incluso tú mismo. Esa a la que, de tan próxima, no le damos dimensión ni importancia histórica.

Fue solo al recibir una llamada de un joven de unos 30 años cuando me situé, pues al decirle que estaba en Gdansk y no saber ubicar mi interlocutor la ciudad, omití decirle que estaba en Polonia, y que antes tenía el nombre más pronunciable de Danzig; pero le aclaré que allí fue donde surgió el sindicato Solidarnosc (Solidaridad). Seguía sin localizarme por lo que le dije las dos palabras que supuse lo aclararían todo: Lech Walesa. Una vaga respuesta afirmativa del joven al otro lado del auricular me llevó a la conclusión de que seguía sin saber dónde yo estaba, dándome a entender que no siguiera poniéndolo en evidencia con pistas de tal jaez.

Así tomé conciencia de lo lejos que está para todos aquel hito histórico, aunque solo hayan pasado treinta y cinco años desde la revolución polaca que supuso el inicio del fin del telón de acero, de la guerra fría, del imperio de la Rusia soviética sobre tantos países del Este, muchos de los cuales hoy están totalmente occidentalizados tras su integración en la Unión Europea. Un acontecimiento histórico que supuso un vuelco de la historia mundial, un antes y un después para millones de personas, pero que apenas es conocido por las generaciones más recientes pese a su trascendencia.

Esto me hizo regresar a mis vivencias de la Historia reciente, esos fogonazos retrospectivos (o flashback como muchos les llaman); cuando la católica España empezaba a aceptar curas progres y obreros; cuando se inauguraba el nuevo sistema constitucional con tímidos pasos. Nos enseñaban la revolución polaca como un mundo soviético gris, deprimido y oprimido (lo que era cierto) en el que un joven revolucionario, el sindicalista Lech Walesa, emprendió una revolución apenas incruenta comparada con la revolución mundial que ello supuso. No en balde, la caída del telón de acero y el principio del fin de la guerra fría empezó en aquellos mismos astilleros Lenin, donde hace unos días he tenido el honor de estrecharle la mano a un ya veterano sindicalista, que alcanzó la Presidencia de Polonia y fue galardonado con el premio Nobel de la Paz.

El mismo que, pese a la hazaña que llevó a cabo, sigue viviendo en un discreto apartamento, y a quien oí pronunciar un discurso en el que nos instaba a los abogados a continuar la defensa de los derechos y libertades públicas, y nos pedía que nos protegiéramos nosotros y a nuestros clientes de otro totalitarismo, tan invasor como el que él mismo logró desbancar: la omnipresente, dominadora y manipuladora informática.

Contemplando en casa a tantos de nuestros sindicalistas peleándose, no como Lech Walesa por defender las libertades a riesgo de su propia vida, sino por ver quien mete más honda la mano en el fondo común de los desempleados destinado a nutrir a los más necesitados de sus conmilitones, deberían replantearse su papel. Meditar hasta qué punto no tendrían que imitar a aquel otro obrero, de derechas dicen por ser católico, de los astilleros de Gdansk que, en vez de «liberarse» del trabajo ¡qué contradicción! o de buscarse un retiro fastuoso como algunos de nuestro entorno, sigue en la brecha discretamente, sin lujos ni alharacas, intentando conseguir que las condiciones de trabajo de la clase obrera polaca sean dignas y adecuadas al tiempo que vivimos.

No resultará por ello chocante saber que los representantes de la Abogacía Europea, puestos en pie y henchidos de emoción, rindiéramos homenaje a un personaje histórico vivo que cambió el curso de la Historia aquel lejano mes de agosto de 1980. Hace solo treinta y cinco años.