En la sociedad de la transparencia y de la sospecha -una y otra son inseparables-, donde se supone que todos debemos saberlo todo acerca de los demás, los secretos tienen muy mala fama. Hoy por hoy, la impresión general es que detrás de un secreto se esconde una mentira, o un engaño, o una turbia forma de ejercer el poder, o quizá un delito o incluso un crimen. Así que mantener un secreto es algo que nos parece peligroso, o cuando menos muy poco recomendable. Pero todos los que nacimos hace ya mucho tiempo recordamos que la vida de un niño estaba hecha de secretos, y aunque hubiera muchas cosas que nos molestaban en esa forma de vivir, también sabemos que nuestra imaginación y nuestro deseo de conocer las cosas que nos estaban vedadas -o dicho de otro modo, nuestro deseo de aprender- se fueron desarrollando precisamente gracias a esa tupida red de secretos que rodeaban nuestras vidas.

Porque cualquier niño de aquella época sabía que había cientos de cosas referentes a sus padres que no podía conocer, de la misma manera que había cientos de cosas que se consideraban tabú, cosas casi siempre relacionadas con el sexo y la religión y la vida privada de la gente. Y cuando los mayores hablaban -si es que hablaban- de alguna de estas cosas, obligaban a los niños a salir de la habitación o se expresaban en murmullos apenas inteligibles. Y así, un niño se pasaba los primeros años de su vida escuchando a escondidas o intentando desentrañar unos mensajes en clave. Porque los adultos no hablaban nunca de la guerra civil, ni hablaban de sexo, ni tampoco hablaban de dinero (a no ser que hubiera una discusión o un desastre inesperado), y por supuesto tampoco hablaban jamás de política (eran los tiempos del franquismo y nadie se arriesgaba a hablar más de la cuenta). Y cualquier niño de aquella época tenía que dedicar una parte importante de su imaginación a perforar esa barrera de silencios y de tabúes que se había levantado a su alrededor. Y en este sentido, la vida de un niño de hace cincuenta años no era muy distinta de la vida de un niño de la época de Homero. Cambiaban los ritos, cambiaban las costumbres, pero los silencios y los secretos eran muy parecidos o eran los mismos.

Estuve pensando en todo esto cuando el otro día vi de nuevo El sur, la película de Víctor Erice que ya tiene más de treinta años (es de 1983). Siempre que vuelvo a ver una película que me gustó mucho en su día, me pregunto con cierta aprensión si la película va a resistir el paso del tiempo. Y El sur me volvió a gustar mucho, aunque la parte que tiene que ver con la actriz de la que está enamorado el padre me pareció mucho menos lograda de lo que recordaba, o incluso bastante floja en algunos momentos. Ahora bien, todo lo demás -el caserón familiar, la relación entre el padre y la hija, el café, el pasodoble en la comunión, los sonidos amortiguados que reinan en la casa, o las escenas interiores con una luz que es puro Vermeer-, todo eso, repito, me pareció superlativo.

Sin embargo, al volver a ver la película me pregunté si un adolescente actual podría entenderla. Porque nada de lo que existía en el mundo que se retrata en la película -el mundo de la negra provincia española de hace sesenta años- tiene el más mínimo sentido en la sociedad actual. Si los tabúes religiosos apenas existen, y si los niños descubren el sexo a través del móvil o las clases de orientación sexual, y si los adultos hablan de forma desinhibida delante de sus hijos sin ocultarles nada, o si cualquier niño tiene un móvil en el que puede encontrar una respuesta a cualquier tema que le preocupe, es prácticamente imposible que un niño actual pueda llegar a sentir lo que sentía la niña Estrella con respecto a su misterioso padre. Y ahora mismo lo que se cuenta en El sur sólo sería posible en el mundo de las redes sociales, donde muchos adultos desarrollan una doble vida que sí les ocultan a sus hijos y a sus allegados. Y por supuesto que la desaparición de los secretos y de los tabúes ha tenido consecuencias positivas. Pero la imaginación y el deseo de aprender -dos cualidades que tenían su origen en la existencia de los secretos- también se han debilitado de forma preocupante. Y en este sentido, la incapacidad de muchos jóvenes actuales de entender otras opiniones distintas a las suyas o de contextualizar los hechos se debe a que muchos de ellos apenas han tenido que usar la imaginación para vivir el día a día. Mal asunto.