Tenía yo seis años cuando Don Aurelio Pérez Cea puso en mis manos un periódico, me hizo subirme a una silla y leer en voz alta para mis compañeros de clase. Aquello se convirtió en una rutina mañanera que marcó mi vocación ya para siempre.

Dos años después Don Manuel Mora me paseaba orgulloso por las clases haciéndome recitar de memoria a Rafael Alberti, y al siguiente Don José Manuel Montes exageraba sus alabanzas hacia mis primeros versos lo bastante como para que, en vez de sentirme ridículo, me sintiera importante. Seguramente por eso seguí escribiendo algunos más.

En los dos años siguientes Don Ángel Quiroga y Don Leopoldo Martos terminaron de afianzar la vocación periodística y literaria con la que he llegado hasta aquí, hasta donde me ven ustedes. Yo he llenado mi vida de periódicos y de libros porque se llenó de periódicos y de libros desde mi infancia más remota, desde que aquellos maestros de la vieja escuela del «Padre Mondéjar» sacaron mucho partido al poco barro que encontraron en mí.

Por eso me cuesta tanto trabajo creer que de alguna mente, sin duda muy enferma, haya podido salir un juego llamado «Golpea a tu profesor», en el que un docente está echando una regañina a un alumno en su despacho cuando éste se levanta y le rebana el cuello, le fumiga la cara con insecticida o directamente le prende fuego a su cabeza.

No entiendo cómo hemos llegado a una sociedad que ve al maestro como un enemigo, como un carcelero, como un tirano contra quien hay que luchar y a quien se puede amenazar, golpear, insultar. La mayoría de mis amigos maestros me cuentan, desesperados, que no encuentran la manera de que sus alumnos se interesen por la materia que imparten. Esto es tan absurdo como la sociedad que hemos construido. Resulta que quien ya sabe algo tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano para que quien no lo sabe lo aprenda, lo que no es más que un flagrante ejemplo del mundo al revés. Al maestro se le ha de rendir respeto, precisamente, porque tiene la inmensa generosidad de entregarnos una sabiduría que él posee y nosotros no. Así lo ven en las sociedades orientales, y por eso nos van sacando tanta ventaja y acabaremos siendo sus esclavos.

Hoy daría yo muchas cosas por poder tomar un café con Don Leopoldo, que no vio publicado ninguno de mis artículos, ninguno de mis libros. Seré un sentimental, pero les juro que es así. Si yo pudiera darle un abrazo a ese hombre y agradecerle lo que hizo por mí, tendría la sensación de haber devuelto una ínfima parte de una deuda que no podré saldar jamás, porque hay cosas, las verdaderamente trascendentales, que no pueden pagarse, de tan valiosas.