Perorábamos la semana pasada sobre lo que di en llamar «superhéroes limpios», a propósito de Albert Rivera y su cruzada para lo que él considera «regeneración democrática»: esos señores emergentes que han irrumpido con el loable fin de «limpiar» las instituciones y la política pero que han terminado llegando a un punto casi inquisitorial, de la intransigencia del que se cree inmaculado pero que siempre esgrime su falsa modestia.

Pero no sólo Rivera, Pablo Iglesias et al se embuten en disfraces de malla y capa; también veteranos como Felipe González buscan estos días un supervillano al que combatir para poder justificar su hipotética altura como líder mundial. La cosa del gurú del PSOE es como un spin off de aquella detestable película ochentera, "Cocoon", pero en geopolítica internacional y sin ternurismo... Bueno, la imagen de González desempolvando sus viejos libros de Derecho -porque este señor hace siglos que no ejerce la abogacía- cara a su operación Venezuela tiene su puntito tiernito y lacrimoso.

González, como Rivera e Iglesias, ha decidido echarse el peso del mundo sobre sus espaldas, sin que nadie se lo haya pedido por supuesto, pero, de momento, lo único que han conseguido ha sido validar las inmortales palabras de Miguel de Unamuno: «Las mayores alturas de heroísmo a las que un individuo puede llegar es saber cómo afrontar el ridículo». Y en eso estos señores, tan aficionados a lo altisonante, las grandes palabras y las empresas bigger than life, tienen mucho que aprender.

Dice Umberto Eco que «el verdadero héroe es siempre héroe por equivocación o por accidente», que es «una persona cuyo sueño es ser un cobarde sincero y honesto, como el de todo el mundo». Estoy bastante de acuerdo. Pienso estos días en Louise Bourgeois, cuya contundente retrospectiva, «He estado en el infierno y he vuelto», acaba de inaugurar el Museo Picasso Málaga; la primera mujer en exponer en el MoMa, la valiente exploradora de cuestiones esencialmente femeninas, el icono de la artista que supo trascender en un mundo dominado por el macho...

Quiero decir, sus logros, además de los artísticos, son inapelables y dignos de admiración, por lo que resulta hasta cierto punto lógico que el feminismo la haya adoptado como la Libertad del famoso cuadro de Delacroix; el asunto es que hay gente a la que no le gusta portar banderas. Y Bourgeois era una de ellas: «Las feministas me han tomado como un modelo de conducta, como una madre. Me molesta. No estoy interesada en ser una madre. Sólo soy una chica tratando de comprenderse a sí misma».

He aquí, creo, a una verdadera heroína, a diferencia de tanto megalómano amparado en lo que la sociedad considera buenas intenciones; una mujer que, en la soledad, de su taller y, sobre todo, de su tumultuosa cabeza, ideó, dibujó, esculpió y tejió una odisea personal que ha devenido en epopeya grupal, de una sociedad que busca convivir con sus tensiones y dolores. Dostoyevsky, creador de tantos antihéroes, tenía muy claro que a la hora de hablar de héroes lo realmente pertinente es hacerse preguntas; las suyas, cómo no, siguen siendo vigentes, quizás ahora más que nunca: «¿Qué es lo que hace a un héroe? ¿Coraje, fuerza, moral, valor para soportar la adversidad? ¿Éstos son los rasgos que lo identifican? ¿Es la luz verdaderamente la fuente de la oscuridad o viceversa? ¿Es el alma una fuente de esperanza o de desesperación? ¿Quiénes son estos denominados héroes y de dónde proceden? ¿Están sus orígenes en la oscuridad o a simple vista?».

No seré tan patán de darle la respuesta al escritor de Crimen y castigo, pero sí lo suficiente como para escribírsela a ustedes y quedarme tan pancho: para mí, el héroe es alguien que supera las continuas tentaciones de enfrentarse a los demás -ya saben, el infierno son los otros- para dedicar todos sus esfuerzos a afrontarse a sí mismo, sus dudas, emociones y autosabotajes para llegar a una razonable aceptación propia. Lo demás, tebeos de Marvel.