Cuando escribo estas líneas aún no se han constituido definitivamente los gobiernos locales ni autonómicos nacidos de las últimas elecciones celebradas el pasado mes de mayo. Faltan solo unas horas para que esto ocurra. Sólo en Andalucía ha sido investida Susana Díaz con el apoyo de Ciudadanos, tras casi tres meses en la incertidumbre. Las últimas elecciones municipales y autonómicas han dibujado, sin duda, un nuevo mapa político en España, que aún ha de esperar a las elecciones catalanas y a las elecciones generales, previstas también para este mismo año, para que veamos su configuración definitiva para el próximo cuatrienio. El cambio de orientación del voto ha mostrado, entre otros, cuatro hechos fundamentales: a) la movilización por el cambio de un amplio sector de la ciudadanía; b) la emergencia de nuevos partidos, que muestra que estas instituciones tienen ciclos de vida propios, y que lo mismo que nacen pueden desaparecer; c) la desafección real de una gran parte de la población hacia la política y los políticos de siempre; y d) la reacción de las élites políticas y económicas por el temor a perder sus privilegios, manifestada en muchas de sus declaraciones públicas. Esta reacción se ha visto reflejada además en: a) la resistencia del Gobierno en hacer grandes cambios; b) el mantenimiento de una fuerza electoral aún considerable, que evidencia la influencia que el Partido Popular sigue teniendo; c) las declaraciones de los líderes de la derecha española menospreciando e infravalorando los resultados, y el empleo de un discurso frentista ante los partidos emergentes, especialmente ante Podemos; d) la postura de los grandes medios que no han sabido colocarse en una posición de neutralidad activa; y e) el posicionamiento del capitalismo empresarial y financiero que ha mimetizado el rol de los líderes de la derecha más conservadora, mostrando una gran complicidad con ellos.

Los resultados de cualquier elección democrática son siempre producto de la libre expresión de los ciudadanos, aunque luego estos resultados estén condicionados por un sistema determinado de asignación de escaños, en España la ley D´Hondt, y la libertad de voto haya tenido que llevarse a cabo en medio de un clima de opinión pública sometido a flujos informativos y comunicativos desiguales, en particular al incesante llamamiento de las élites políticas, económicas y mediáticas españolas para que esa opinión girara hacia sus posiciones, coartando el marco existente de libertad de expresión, jurídicamente igualitario pero desigual en la práctica.

Finalizadas las elecciones tan solo resta acatar el mandato ciudadano, y volver a una situación de funcionamiento normalizado desde el respeto a las ideas y a las opciones políticas de los partidos o de las coaliciones que, resultado o no de los pactos, finalmente gobiernen. En este sentido, los medios de comunicación, apelando a su propia responsabilidad social, deben contribuir a fomentar el respeto democrático, y no a alimentar la confusión, ni la crispación, entre los diferentes agentes sociales y políticos y los ciudadanos. Si los cambios no se admiten en paz, y en un clima de cordialidad y entendimiento, es que algo falla en nuestra democracia. Y lo que ahora exige la democracia es precisamente su regeneración, y su consolidación como sistema político de todos y para todos. Una democracia frágil no puede afrontar nunca los graves peligros que la acechan, muchos de los cuales vienen de dentro. La corrupción tan extendida en nuestro país no deja de existir tan solo porque se silencie, o se oculte bajo un aluvión de críticas al cambio decidido por los ciudadanos; ni la democracia es patrimonio exclusivo de aquellos que se autoproclaman sus guardianes, sino del conjunto de los ciudadanos, que son los destinatarios naturales de nuestro ordenamiento jurídico-político. El bipartidismo ha podido cumplir una función en nuestra historia reciente, cuando las circunstancias económicas del país parecían ser diferentes, y los niveles de paro, de pobreza y de exclusión social no eran tan alarmantes, sino que permitían mantener alguna esperanza; o cuando la corrupción todavía era públicamente menor porque se ocultaba en las trastienda del poder; o cuando nuestra democracia había que seguir construyéndola y sosteniéndola con el apoyo de todos, mientras algunos la pretendían saquear. La situación económica ha cambiado, y una gran parte de la población, antes en silencio, ha decidido hacer oír su voz, pidiendo cambios para mejorar sus condiciones de vida, y para que haya trabajo, para que se acabe definitivamente con la corrupción, y para recuperar su dignidad como ciudadanos. Desafíos que han de resituar al Partido Socialista en la izquierda después de una incierta travesía. Mientras todo esto no se solucione seguirá habiendo partidos emergentes, nuevos partidos que reclamen su espacio como expresión de una parte de la población. Y mientras persistan los problemas que justifican que afloren nuevas voces, nuestra democracia seguirá siendo frágil. Da igual que las cifras de la macroeconomía intenten convencernos de que estamos saliendo del túnel, si en él siguen viviendo millones de ciudadanos. No hemos de tener miedo a la democracia, ni a los resultados de las urnas, ni a los pactos de gobierno, si se garantiza el funcionamiento democrático de las instituciones y la justicia es independiente. En suma, el respeto democrático como norma de convivencia.

*Juan Antonio García Galindo es catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga