No soy un maestro, sino un despertador. Lo dijo Robert Frost. Quién sepa quién fue Robert Frost que levante la mano. Nunca me gustó empinar la primera palabra, trepar por el aire con el gesto arrogante de quién lo sabe todo. Siempre preferí ordenar la austeridad de la respuesta, elegir el lugar de las palabras en la frase. Don Juan Gallegos me enseñó que lo importante de una respuesta, además de contestar bien a la pregunta, era cómo se respondía. El orden de los adjetivos, del verbo, del sustantivo podía alterar la calidad del resultado y su sentido. La contundencia, la duda, la humildad, la arrogancia, la admiración o el odio de los demás, dependen de cómo se acierte a resolver una pregunta. Siempre esperé a que fuese él u otros, en diferentes distancias de mi vida académica, los que me preguntasen señalándome por el apellido, y en ocasiones con la firmeza de la mirada interrogante. Frost, el poeta machadiano de Norteamérica, llevaba razón. Los buenos maestros despiertan el placer del conocimiento y de la expresión creativa. El educador mediocre habla, el buen educador explica y el mejor educador inspira. Esta cita de William Arthur Ward enriquece aún más las cualidades de quienes se dedican a formar la inteligencia y el carácter. Una labor que nada tiene que ver con la educación en serie que se lleva practicando desde hace décadas y con nefastos resultados. Tampoco con la progresiva devaluación de la figura del docente, provocada por la mediocridad y desacierto de los responsables de los planes educativos.

El maestro, desposeído de las herramientas académicas del respeto y de la autoridad, ha sido convertido en un simple dador de clases. La mayoría se sienten cautivos de la imposibilidad de expulsar a un alumno de clase, de la depreciación de la exigencia académica y de la obligación tácita de aprobar a los alumnos, aunque no cumplan los mínimos exigibles. También de la pérdida de la función de inculcar un sentido de las normas: no se puede interrumpir al profesor, no se puede molestar a los compañeros. Sin liderazgo, sin planes coherentes y cercados por la demagogia, los maestros se sienten vulnerables ante el progresivo acoso de los alumnos. Su vocación no es un acicate. Ni siquiera un refugio en su soledad ante el peligro. El último agravio es el video juego Golpea a tu profesor, en el que uno de sus alumnos, en mitad de la clase, le lanza un hacha directamente a la cabeza y le rebana el cuello tranquilamente. El estudiante también puede golpearle con una silla, arrojarlo por la ventana, apuñalarle con un lápiz o fumigar al maestro con un insecticida, rociarle con gasolina y prenderle fuego. Ante este tipo de cosas y frente a las agresiones reales no ayuda la actitud de las personas que no acosan pero observan y se ríen, transmitiendo el mensaje de que lo que pasa es divertido. Igual que es reprochable la de los inspectores de educación, más proclives a dar la razón a alumnos y a padres sin escuchar del todo a sus compañeros de gremio.

El acoso está a la orden del día. El de las redes sociales es el más común porque el alumno puede mantenerse en el anonimato y hacer públicas informaciones verdaderas o fotomontajes del profesor hasta que éste se sienta verdaderamente amenazado y vulnerable. El pasado año el teléfono del Defensor del Profesor tuvo un 28% de llamadas por amenazas de padres, un 27% a causa de faltas de respeto, un 25% por los problemas para dar clase y un 22% relacionadas con falsas acusaciones de padres o alumnos. Inquietantes datos a los que sumarle que el 57% afirma sentir ansiedad y que un 17% padece depresión. En menos de dos décadas, los maestros han sido desposeídos de seguridad y credibilidad laboral. Su figura de autoridad ha pasado de ser respetada a temer a sus alumnos. El sistema educativo no sabe cómo resolver el problema. Lleva estancado más de 15 años en la mediocridad. Y hace tiempo que las cualidades del estudiante y de los profesores se rebajaron progresivamente hacia la mediocridad, cometiendo el error de confundir la igualdad de oportunidades con la uniformidad de capacidades. A los estudiantes españoles tampoco se les ha exigido una formación notable en argumentos humanísticos y científicos que los conviertan en individuos capaces de expresarse con solvencia, desde la creatividad ni pensar y ser desde la independencia. Y que la sociedad, huérfana de valores, ha olvidado que la educación es una vacuna contra la violencia.

En una época, en la que nos jugamos encontrar un camino de progreso con la búsqueda de un nuevo sistema económico y una identidad social basada en la equidad y en la innovación, es urgente que haya cambios profundos, desde la primaria al bachillerato. La flexibilización de la enseñanza secundaria, la apuesta por la evaluación, la recuperación de las humanidades, una buena enseñanza en inglés. La única manera de que la tasa de abandono escolar en España deje de ser del 26,5%, el doble que la media europea. Nada de esto se consigue eliminando profesores. ¿Cómo lograrlo entonces? Ahora sí que levanto la mano para responder contundentemente que es necesario contar con profesores competentes que reclamen y propongan mejores fórmulas para sacar adelante una educación de calidad, igualitaria, con bajo índice de fracaso escolar y una escuela pública fuerte con objetivos.

La educación es una desafío y un tesoro. Los maestros no son el enemigo ni la carne de cañón. Al contrario, son la brújula que adiestran al hombre con conocimientos y actitud para edificar su futuro. Y también para existir dentro de la lectura de los libros, de la vida y del mundo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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