Cuenta un amigo que vivir en una planta primera es una fuente inagotable de datos relativos a los modos de vida, hábitos alimentarios y patrones de comportamiento de algunos de los moradores de los pisos situados por encima del propio. Los objetos depositados por las fuerzas gravitatorias sobre la solería de su patio tras dos largos lustros de convivencia componen un intrigante acertijo, pues la poca diligencia en reclamar las pertenencias caídas al vacío propicia ejercicios adivinatorios acerca del nivel del que procede cada elemento. La ceniza -descartada la procedencia ígnea, tanto por la nula actividad volcánica en la Hoya de Málaga como por el hallazgo de colillas en los alrededores- da poco juego; el único fumador de la escalera se señala a sí mismo, aunque eso no parezca preocuparle demasiado. Chupetes y sonajeros también y por idéntico motivo, aunque en este caso resulta más justificable su aparición. Otros enigmas presentan mayor enjundia: ¿cuál de los vecinos muestra una desmedida afición a la ingesta de cerezas, a la vista de los huesos de tal fruto esparcidos por la terraza? ¿cuál a los refrescos enlatados?

A lo mejor es uno solo el causante, quizá aquél que en la última reunión de la comunidad defendía con tanto ardor la conveniencia de una vecindad responsable; quién sabe. La pregunta tiene su miga, pues en el portal todos los sospechosos se conducen con cortesía; y por su formación se les presupone informados sobre las consecuencias de la ley de la gravitación universal: los cuerpos en caída libre no desaparecen en ningún punto de su trayectoria, sino que acaban golpeando el suelo de forma irremediable. Además, reflexiona mi amigo, la copa de vidrio que en su ausencia se estrelló en su terraza hace poco, procedente de algún lugar del Cosmos, debió de hacer un ruido infernal al hacerse añicos. Quod erat demonstrandum.