Hablaba la prensa esta semana de la credibilidad dañada de la Corte Penal Internacional, refiriéndose a la negativa de Suráfrica a detener al presidente sudanés, acusado de genocidio, mientras se encontraba en su territorio.

Se atribuyen a Omar al Bashir numerosos crímenes contra la humanidad perpetrados en la región de Darfur y ese tribunal con sede en La Haya quiere echarle el guante, con lo que le convertiría en el primer jefe de Estado en ejercicio en tener que responder allí por sus delitos.

La CPI se constituyó en 2002 con el objetivo declarado de perseguir los crímenes de guerra o contra la humanidad contra el genocidio, y el presidente sudanés es considerado responsable de la muerte de 300.000 personas y el desplazamiento de sus hogares de 2 millones.

Al Bashir asistió a la cumbre de la Unión Africana en abierto desafío a la orden de arresto contra su persona e incluso se dejó fotografiar junto al resto de los líderes del continente sin que sirviese de nada el llamamiento de los fiscales de la CPI para que fuese detenido.

Algunos de esos líderes, entre ellos el propio presidente surafricano, Jacob Zuma, acusan a ese tribunal de aplicar una política de doble rasero, de tintes coloniales, al perseguir únicamente a supuestos criminales del continente negro.

Y, con independencia de los méritos de las acusaciones formuladas contra el político sudanés y otros dirigentes africanos por la CPI, no parece que les falte razón.

¿Credibilidad perdida? ¿Es que la tenía antes, cuando Occidente ha lanzado guerras no provocadas contra países soberanos sin el aval de las Naciones Unidas, sin que el tribunal de la Haya moviese un dedo?

Guerras que han provocado destrucción de países enteros, como Irak o Libia, la muerte de cientos de miles de personas y un éxodo masivo sin precedentes cuyas consecuencias sufrimos también los europeos.

Es sabido que Estados Unidos no permitirá nunca que sus dirigentes tengan que responder ante un tribunal de esas características.

Pero no es el único en rechazar la autoridad de esa corte, sino que tampoco Rusia, China, Israel y varios países árabes han firmado sus estatutos y por tanto no reconocen su autoridad.

¿No tienen razón los africanos en quejarse de la hipocresía de un tribunal al que sólo se le deja perseguir los crímenes, por horribles que sean, que comenten los dirigentes de las antiguas colonias?

Es cierto que más de una treintena de Estados africanos firmaron el acta fundacional de ese tribunal y están en teoría obligados por sus decisiones, pero ¿no deberían los países que se dicen tan preocupados por el respeto de los derechos humanos en todo el mundo en predicar con el ejemplo?

Sería la única forma de darle esa credibilidad que muchos echan ahora en falta a un tribunal que no es ciego, pero sí al menos tuerto.