No les han dado ni la bula encomiástica de los cien días. Ni siquiera ese amago de cortesía tensa que suele preceder al escrutinio con el que la política española acera sus navajas y que, en cualquier país civilizado que creyera realmente en las labores de control recíproco, debería constituir, y sin distinción, el día a día de la vida parlamentaria. Con Manuela Carmena se ha producido un fenómeno que tiene más que ver con la gravitación que con la supuesta gravedad del todavía más supuesto ágora; la ya alcaldesa de Madrid sigue siendo objeto de tensiones celestes, con un demarraje de imposible resolución cotidiana entre los que se dan prisa por satanizarla o elevarla para siempre a los altares. De los segundos, más allá de una razonable ingenuidad, no hay mucho que decir; que una ciudad gobernada durante años por Ana Botella pase de la noche a la mañana a estar bajo la responsabilidad de una jueza de carrera e intachables convicciones democráticas da ganas de descorchar el espumoso y hasta de gritar de euforia en los soportales. Lo otro, la bilis, la crítica ciega y enconada, aunque fácil de entender, es mucho más difícil de explicar. Sobre todo, con competencia ética. La ingenuidad y el humor zafio con el que el concejal Zapata ha conducido sus bufonadas preeleectorales en internet son, sin duda, motivo de escarnio personal y público. También es necesario e, incluso, saludable, que todos los políticos, sin excepción, sean sometidos por los ciudadanos y los medios a un examen continuo. Menos comprensible, sin embargo, es que los que empuñen la invectiva y lideren el apaleamiento sean precisamente los que nunca han titubeado en el arte del escapismo, incluso, frente a responsabilidades suntuosamente más innobles que los chistes y que protestar -lógico- contra la existencia de una capilla en una universidad pública. Ver a dirigentes como Fernández Díaz pedir cabezas y situarse ardientemente en el lado de la decencia y de la moral produce náuseas; él, que ni siquiera dimitió con el expediente todavía confuso de las pelotas de goma y las muertes de inmigrantes en el Estrecho. España no puede regirse por gente como la de Podemos, dicen las huestes del PP. Pero sí por alguien que asegura -no es broma- oír dictados de la Virgen. Mucha crisis de gabinete hace falta para salir de la ruindad espiritual y económica.