La Constitución se refiere a España no sólo como nación, sino también como patria. En ambos casos la referencia no es excluyente: caben dentro de España otras naciones bajo la denominación constitucional de «nacionalidades»; y caben también otras patrias bajo las denominaciones de «pueblos de España», «nacionalidades» y «regiones». Eso sí, España es, para la Constitución, la «patria común e indivisible de todos los españoles». Lástima que semejante proclamación no haya sido exceptuada por el constituyente de la posibilidad de reforma constitucional, como sucede en las leyes fundamentales de Italia, Alemania y Francia, entre otros Estados. Ello probablemente hubiera condenado a la ilicitud a los partidos independentistas. De cara al futuro vale la pena pensarlo.

Recientemente ha vuelto a hablarse de España como patria. En las fuerzas políticas de izquierda ha sido éste un asunto tabú en los últimos tres decenios, dada la identificación entre patria y dictadura que en el terreno simbólico y de las emociones colectivas nos legó el régimen franquista. Ya los enciclopedistas habían dicho, con razón, que el patriotismo no puede existir bajo el yugo de un tirano. Ahora el líder de Podemos, partido que está intentando forjar un discurso nacional-populista (tanto por influencia del sedicente «socialismo bolivariano» y otras experiencias latinoamericanas parecidas cuanto por cálculo electoral), reivindica con fuerza en mítines y entrevistas la idea de patria. Trata de quitársela a la derecha que representa el PP, así como de adelantarse a una posible maniobra similar del PSOE, parco en esfuerzo ideológico al respecto, pero decidido hoy a apelar sin más pudibundez al contundente efecto visual de una enorme bandera rojigualda.

¿Y qué entiende por patria la llamada izquierda emergente? No es, desde luego, el culto a la tierra y a los muertos que propugnaba Maurice Barrès, eso está claro. Tampoco se trata de un «nosotros» como sujeto comunitario en la Historia y en el porvenir. No hay el menor asomo de identidad nacional en Podemos, para quien la patria se configura como un «nosotros» ahora. Íñigo Errejón se preguntaba hace poco: «¿Qué significa vivir en común? Nosotros fuimos pioneros de un patriotismo que no fuera un patrioterismo. Al respecto, dijimos: un patriotismo que valga la pena tiene que ver con reivindicar la soberanía popular, y por tanto tiene que ver con defender los intereses de la gente». Y acusando al PP de «vendepatrias», un indignado Pablo Iglesias clamaba en la Puerta del Sol: «Nuestra patria no es una marca, nuestra patria es la gente. España no se vende».

Si la patria es, a fin de cuentas, únicamente la gente de hoy, el viejo Montesquieu aún tendría algo que decir: «lo que llamo ´virtud´ en la república -escribe al inicio de El espíritu de las leyes- es el amor a la patria, es decir el amor a la igualdad». Esta cita la suscribiría a buen seguro Podemos, y no entusiasmaría en absoluto ni a Mariano Rajoy ni a Artur Mas. Y es que, en realidad, el patriotismo no debiera verse como una ideología, sino como una virtud cívica que comprende el altruismo, el sentido del interés público y el humanitarismo.

Otra cosa es el nacionalismo identitario. Aunque invoque a la patria, Podemos no es nacionalista en tal sentido, ya que, al presente, descree de España como sujeto histórico. Sin embargo, no es en absoluto descartable que recurra a soflamas nacionalistas de ser conveniente a su propósito movilizador e interclasista en una coyuntura en la cual, debido a la cronificación de la crisis económica por causa de las políticas de austeridad, los lazos sociales pierdan la debida consistencia y se cuartee la legitimidad institucional.

También populista, el nacionalismo identitario es un proyecto de integración y de movilización muy diferente del que representa Podemos. Es una forma de populismo religioso, una religión civil que conmueve irracionalmente las conciencias, incluso las de sus adversarios. Ocupa así todo el espacio de pensamiento posible, porque se muestra como una concepción del mundo centrada en el ser nacional. Una anécdota podrá evidenciar la fuerza destructora del nacionalismo.

Hace unos meses conocí en Barcelona a una persona culta y valiente, militante de un movimiento antisecesionista. Cuando supo mi apellido comentó: «¡Qué suerte!». Supuse entonces que el suyo no sería de origen catalán y que en la atmósfera asfixiante, totalitaria, que ha creado el soberanismo en Cataluña, esa persona no podía evitar sentirse una ciudadana de segunda categoría. Únicamente integrándose en el nacionalismo radical un Pérez o un Gutiérrez se aproximaría a la ciudadanía plena. ¿Y a qué extrañarse? La perversión racista inculcó en muchos negros estadounidenses el deseo de ser blancos a toda costa (eso que podríamos llamar el síndrome Michael Jackson) y en otros la hipervaloración desafiante de la negritud (propia del movimiento cultural «Black is beautiful»). Por cortesía, me abstuve de responder a quien envidiaba mi apellido, pero pensé que un proyecto de construcción personal -«hacerse un alma», que diría Unamuno- que dependiera de una identidad colectiva conduciría al fracaso vital. ¿Qué distinguiría entonces al hombre del escarabajo de la patata? Nada, como nos demuestra cada año la celebración masiva en las calles barcelonesas de la Diada del 11 de septiembre.

Con lo hermoso que es poder decir, como Dante: «Florentinus natione, non moribus».

*Ramón Punset es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo