Intenta uno escribir de su dolor, del lamento hondo y negro que vibraba en su voz, y se le quedan cortos los adjetivos y los verbos no transitan. Frank Sinatra, que algo debía saber de esto, la consideraba su mayor influencia, y su tema Strange fruit sigue siendo uno de los mejores de la historia. Cuando lo cantó por primera vez en un garito de Nueva York nadie aplaudió. Se apagaron las luces del local, los doscientos espectadores estaban sobrecogidos y la cantante vomitaba en el aseo. Se llamaba Billie Holiday, aunque al nacer la bautizaran como Eleanora Fagan Gough. Este año hubiera cumplido un siglo.

«De los árboles del sur cuelga una fruta extraña./ Sangre en las hojas y sangre en la raíz./ Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña./ Una extraña fruta cuelga de los álamos./ Escena pastoral del valiente sur./ Los ojos saltones y la boca retorcida./ El aroma de las magnolias es dulce y fresco./ Y el repentino olor a carne quemada./ Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos./ Para que la lluvia la tome,/ para que el viento la aspire,/ para que el sol la pudra,/ para que los árboles la dejen caer./ Esta es una extraña y amarga cosecha».

El poema es de un judío blanco y comunista llamado Abel Meeropol, que lo firmó bajo el seudónimo de Lewis Allan. Se inspiró en una fotografía en la que se ven los cuerpos de Thomas Shipp y Abram Smith, ambos negros, linchados en un pueblo de Indiana en 1930.

Billie cantó desde el dolor toda su vida, aunque fuese esta canción la que, una vez tras otra, le llenase de sangre la boca, como decía Tía Anica La Piriñaca que le pasaba a ella cuando cantaba "a gusto». Tía Anica creía, como seguramente también lo creía Billie, que el buen cante es el que duele, el que nace de la pena. Será por eso, por tanta pena, que cuando en aquellos garitos de los años cuarenta sonaban los primeros compases de Strange fruit, los camareros dejaban de servir copas hasta que terminaba la canción.

Y he venido a acordarme de todo esto hoy porque precisamente hoy hace cincuenta y seis años que Billie Holiday murió víctima de su pena, del alcohol, de ser una negra drogadicta en un mundo de blancos puritanos que la encarcelaron, le prohibieron cantar en los clubes neoyorquinos durante años y la persiguieron solo por ser una «fruta extraña». Y me he acordado de todas las frutas extrañas que he conocido y de cómo las hicieron cantar siempre desde el dolor, con sabor a sangre en la boca, vomitando belleza hasta el final.