Posee un ego tan grande como la torre de Manhattan que lleva su nombre y cree que el dinero puede comprarlo todo. Tiene una incontinencia verbal que no deja de escandalizar y se cree con derecho a despreciar en voz alta toda esa «basura» que llega al país desde el sur del Río Grande.

Aspira a llegar a ser candidato de los republicanos a la presidencia de Estados Unidos aunque por fortuna uno duda de que pueda llegar tan lejos. Pero en cualquier caso los millones que se gaste en el camino le habrán servido de publicidad para sus negocios inmobiliarios.

En sus discursos, Donald Trump, pues de él hablamos, despotrica continuamente contra el Estado, al que debe, sin embargo, el comienzo de la fortuna familiar: su padre hizo sus primeros millones gracias a las ayudas de la Federal Housing Administration de Estados Unidos a la construcción y compra de viviendas mediante el financiamiento de hipotecas y otras garantías.

Renegando de aquel espíritu rooseveltiano del New Deal, que tanto favoreció a su progenitor, Trump ve en el Gobierno federal «la mayor amenaza al sueño americano» y dice que los «soñadores», como él los llama, necesitan «vigilarlo y controlarlo» de cerca.

Como empresario del sector inmobiliario, quebró una vez a lo grande, como no podía ser de otro modo, pero volvió a levantarse gracias a la ayuda de la banca, que le permitió aplazar la devolución de sus deudas millonarias y refinanciar las hipotecas que pendían sobre casi todas sus propiedades.

A su lado, un político como el exgobernador de Florida Jeb Bush, católico y casado con una mexicana, pero orgulloso partidario de la pena de muerte, podría parecerles a algunos «un conservador compasivo».

Trump es además profundamente racista como lo demuestran sus opiniones despectivas contra los negros -siempre puso en tela de juicio que el presidente Obama hubiera nacido en EEUU- pero sobre todo contra los mexicanos: «Drogados, narcotraficantes, ladrones no paran de cruzar la frontera del Sur. ¿Cuándo vamos a poner fin a esa farsa?».

Y también misógino: organizador durante años de los concursos de Miss Usa y Miss Universo, declaró en su anterior y fallida campaña de 2000: «Creo que lo que me separa de los otros candidatos es que soy más honrado y que mis mujeres son más guapas».

Y a propósito de la actual candidatura de la demócrata Hillary Clinton a la Casa Blanca publicó en Twitter este comentario profundamente injurioso y sexista : «¿Cómo va a contentar al país si no satisface siquiera a su esposo?».

Del cambio climático, ese gran cerebro piensa que es «bullshit» (una sandez), algo «que se han inventado los chinos» sólo para perjudicar a la economía de Estados Unidos.

Una de las historias que más le definen y cuyo resultado a uno más le gusta es la campaña que llevó a cabo contra un modesto granjero escocés llamado también Trump a quien trató desalojar de sus tierras porque quería incluirlas en un campo de golf que pensaba construir en el lugar más hermoso de la costa.

Cuando el tenaz granjero se negó a venderle la tierra donde había pasado toda su vida, Trump le insultó diciendo que su granja era «una pocilga» y que aquél vivía como «un cerdo». A lo que el otro Trump contestó sencillamente: «Pero es mi casa».

Inmediatamente se creó en toda Escocia un movimiento nacional de apoyo al granjero y de radical oposición a Trump, quien, derrotado, decidió volverle la espalda a Escocia y optó por la costa irlandesa para seguir construyendo sus campos de golf y sus hoteles de lujo. Es una lección que el Donald, como le llaman algunos, nunca olvidará.