Se dice que el pueblo tiene los políticos que merece... ¿y los escritores que merece?... ¿y el nivel de inglés que merece? Empecemos con el pueblo y su nivel de inglés y miren cómo todo acabará teniendo sentido.

¿Recuerdan cómo todos se subieron al carro para mofarse del nivel de inglés de Ana Botella después de su discurso ante el Comité Olímpico Internacional en septiembre 2013? Quizá la entonces alcaldesa se lo estuviera buscando, por su larga carrera política y todo lo que esta conlleva en España. Pero después de la caza de brujas, fueron los cazadores y no la supuesta bruja los que quedaron en ridículo, al menos ante los que tenemos un nivel avanzado de inglés y un poco de conocimiento intercultural. La frase, «There is nothing quite like a relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor» acierta al máximo. «Café con leche» no tiene traducción al inglés. Traducirlo literalmente como «coffee with milk» se equivaldría a traducir «gazpacho» como «cold tomato soup» (sopa fría de tomate). Quizá Ana Botella quería decir que tenéis cosas propias, imposibles de traducir, y hay que vivirlas para comprenderlas. Todo el mundo lo entendió así, salvo los españoles, que preferían poner a un político en la picota.

En España hay una manía de ridiculizar al otro. Es comprensivo que el debate político se base en esta manía, teniendo en cuenta la poca estima que suscita el oficio. ¿Hay alguien en España que no se haya preguntado si todo seguiría igual sin los políticos? ¿Para qué sirven, sino para dar la nota y la lata? nos preguntamos. Así pues sueltan la puya hasta la saciedad, para no decepcionarnos. Hasta ahí, todo normal. Pero, ¿por qué los escritores tienen que seguir su ejemplo y así justificarlo? ¿Temen que su trabajo se vaya quedando obsoleto también? ¿Es eso su motivo para sumarse al coro de vapuleo? ¿Cuándo aparecerá el escritor español que, en vez de poner a parir, se ponga cómodo y disfrute del buen cacao, seguro de sí mismo y de su papel, y empiece a recrearse en lo suyo: asumir, ser y estar para después exponerse con lucidez. Me pregunto, por ejemplo, por qué un escritor avispado de este país no sacó beneficio de todo el revuelo levantado por el discurso de Ana Botella para reírse, por ejemplo, de su propio nivel de inglés. Así podría haberse convertido en la voz del pueblo, mientras arrojaba un poco de luz sobre el asunto.

Hay un tipo de humor, llamado self-deprecating (autodespectivo) en inglés, cuya autoridad de ridiculizar a los demás y la sociedad en general radica en que el comentarista que lo emplea se ríe primero de sí mismo. Tiene sus abanderados aquí en España, concretamente en Andalucía. Pienso, por ejemplo, en el cómico Manu Sánchez, en las mejores escenas de Carmina o revienta, o en las chirigotas de Cádiz. Este tipo de humor, por ser más empático que cáustico, aunque puede ser las dos cosas, nos invita a todos a la auto-reflexión, en vez de fomentar nuestros complejos, haciéndonos sentir momentáneamente superiores a aquel que es el blanco del chiste. Qué pena que en la literatura contemporánea de España apenas quede un rastro de aquel estilo de humor literario casi inventado por Miguel de Cervantes. Estos días, el escritor español, pareciendo que no ha roto un plato en su vida, se ríe de su país y de su cultura como si para distanciarse de ellas, como si lo deshonraran.

Digo apenas, pues hace poco tuve la suerte de tropezar con Teoría del majarón malagueño, de Alfonso Vázquez, un periodista y humorista casi desconocido fuera de la ciudad que ha retratado tan diestramente en su libro, despellejándola con lo que solo se puede llamar cariño. Admiro a Vázquez por entender algo que, por razones demasiado complicadas de elaborar aquí, los estadounidenses solemos entender mejor que los españoles: nuestra madre (i.e., nación, ciudad, iglesia...), aunque en ocasiones sea una puta, una payasa y una perra, sigue siendo nuestra madre. Si de alguna manera nos traiciona, nos avergüenza y nos persigue a todas partes como una requetepesada, se lo pagamos con la misma moneda, y quizá la mejor manera de criticarla sea desde el amor incondicional, el mismo que reservamos para nosotros mismos, pues desde luego no hay una crítica menos fiable que la que nace del desdén.

Yo también soy un escritor que teme quedarse obsoleto, así pues mastico con incredulidad y después codicia cualquier hueso que el pueblo me tire. Tomemos, por ejemplo, cuando, hace algunos meses, de pronto la gente de mi barrio se me acercaba para decirme, como si fuera algo digno de mención, que me había visto en el autobús, y algunos para decirme que conocían a alguien que me había visto en el autobús. Ya llevaba diez años en Sevilla, entonces nada de lo que los lugareños me decían me extrañaba, pero, cuando mi propia mujer, también sevillana, se preocupó de informarme que una vecina me había visto en el autobús, tuve que pedir explicaciones.

„¿Cómo creen tus conciudadanos que un guiri se mueve por la ciudad?„ le pregunté.

„Perdío, pero eso es aparte„ me dijo„. La Puri te vio en la tele del autobús.

Me costaba creer que el canal que informa a los usuarios del metro y de los autobuses de Sevilla con las noticias, y que, en sus espacios de cultura, destaca, por ejemplo, a los ganadores de los premios más prestigiosos del país y a los literatos estrellas de visita en España, me destacara a mí, un autor primerizo de una editorial pequeña.

„La gente se equivoca „le dije a mi mujer„ Habrán visto a otro. A los sevillanos todos los guiris os parecemos iguales.

Pero un sábado muy temprano, me vi en el autobús, primero mi jeta, y después las palabras: «Obra del neoyorquino John Julius Reel. ¿Qué pinto yo aquí? Cuenta en este libro sus aventuras en Sevilla.» Fue algunos segundos, nada más. Antes de que lo pudiera asimilar, salió la siguiente noticia, que puso la anterior con perspectiva: Luis Bárcenas saliendo de la cárcel. Me habían colocado en la sección de actualidad, no en la de cultura. Me habían hecho un hueco entre los hechos delictivos y los desastrosos. En fin, salí en la tele más por ser un suceso que por ser un escritor.

Me bajé del autobús y fui a tomarme a relaxing cup of café con leche in Plaza del Pan. Al saborear este cóctel deliciosamente indígena, empecé a soñar despierto. Me imaginé con Luis, y quizá con Ana también, tres media darlings compartiendo un momento poco habitual de descanso, descubriendo otros puntos en común. Nuestras cuentas bancarias en el extranjero, por ejemplo. O lo duro que es dedicar toda una vida a un trabajo sacrificado y abnegado. O la injusticia de ser siempre el blanco de todas las bromas sanchopancescas.

Hablaríamos en inglés, por supuesto. Si Luis no está a la altura, no pasa nada. Le daré clases. Me pagaría de la caja B. Por fin ganaría lo que merezco. Por fin el pueblo me merecerá.