En los paseos marítimos hay más negros que farolas, que ya es decir, y a los niñatos en patinete o los guiris en despedida de soltero hay que sumar las mantas como obstáculo que zigzaguea nuestros pasos. El 95% de los manteros dedicados a vender falsificaciones son senegaleses, un pueblo noble y trabajador que pocas veces crea problemas, y se lo digo yo que, como letrado en la Costa del Sol, visito los calabozos asiduamente y encuentro detenidos de otras nacionalidades en mucho mayor porcentaje.

Ahora bien, el hecho de que suelan habitar en guetos alejados de la vida cotidiana no responde a un interés por no crear problemas, sino a que casi todos están en este país de forma ilegal. Sí señora, ese senegalés que le sonríe mientras le ofrece el último modelo de Hermés saltó hace tiempo una valla y entró en España cometiendo un delito para malvivir llevando una existencia delictiva a través de la venta de productos falsificados que usted compra y exhibe deseando no coincidir con una experta en marcas que le saque los colores.

Es cierto, todo hay que decirlo, que el delito contra la propiedad industrial no despierta gran rechazo social, incluso podría entenderse que hemos aceptado las falsificaciones como un quiero y no puedo con cierta gracia, así como también es cierto que la amabilidad y la estoica existencia de los senegaleses inspira una dudosa ternura que nos lleva a reducir el campo de visión para centrarnos en el negro, en el bolso y en la manta, como si la mafia que lo sustenta fuera un ente intangible al que alimentar con diez euros porque así ayudamos al pobre negrito. El problema es que este razonamiento podría estirarse hasta el infinito y cobijar bajo el estado de derecho a quien trafica con tabaco, a quien vende alcohol adulterado, al taxista pirata, a quien ocupa por la fuerza un edificio y a todo aquél que se busca la vida a través de productos o servicios que no cumplen los requisitos legalmente establecidos.

Ahora piense por un momento en el ciudadano que invierte su poco patrimonio en montar un negocio, una tienda de complementos. Debe pagar el alquiler de un local, darse de alta en el IAE, pagar autónomos, pagar un género, pagar la luz, pagar un seguro, pagar una empleada, etc. Pagar, pagar, pagar y después de pagar empezar a rezar para poder recuperar la inversión. En cambio a ese senegalés tan simpático que llegó huyendo de una necesidad para malvivir de otra le basta con jugar al gato y al ratón con la policía para sacarse unos cuantos euros mientras engorda el patrimonio de las mafias.

Los incidentes de Salou pueden pasar en cualquiera de nuestras ciudades o playas, y deberíamos prevenir empezando por tener firme voluntad política de erradicar un problema que, por consentido, casi ha calado en la sociedad como una obra de caridad cuando lo cierto es que al restarle importancia favorecemos la comisión del delito.

Personalmente me da igual si son senegaleses, colombianos, chinos, franceses o de Mordor; si son manteros, antitaurinos, okupas, ultras o integristas. Todas las comunidades que pongan en peligro la convivencia imponiendo su razón por la fuerza deben ser detenidas, juzgadas y condenadas, independientemente de ser quienes sean o la simpatía que despierten.

Mirar para otro lado supone dejar nuestra paz en manos del más violento, y no se ustedes, pero yo me niego.