Hace tiempo que una mujer quiere contarme su historia. Me lo dice siempre los últimos días de agosto, enmarcada en la ventana de la heladería donde atiende los sabores del verano. Tiene los ojos azules, al filo de la nieve en el mar. Son hermosos y frágiles. La vida se vislumbra difícil en su fondo. Entreveo que se han roto en cristales rojos y negros en más de una intimidad. No hay rímel ni delineador en gel que logren hacer máscara alrededor del dolor enquistado en una mirada. Ni siquiera cuando sonríe espanta del todo las sombras que jamás cicatrizan en la memoria que contienen. Nunca la apremio a que me cuente. Siempre le digo que aproveche el invierno para grabarla o escribirla en una libreta. Se llama Nieves, como sus ojos. Ha sacado adelante a sus hijos. Transmite educación, humildad y coraje en su manera de trabajar a diario el ajetreo de la vida. Sé que le gusta leer. Incluso mis libros. Su lectura es la que la empuja a prometerme, de vez en cuando, que me entregará su historia para que yo la cuente. Quizás crea que la literatura es una forma de extirpar lo que un día se le murió tan adentro. Tal vez piense que, de ese modo, pueda liberarla del llanto seco y violado que no cesa desde su infancia. Dos veces en familia, su cuerpo forzado por la violencia de la degradación del deseo. Una fiebre con la que los hombres se vencen en despreciables alimañas. La evidencia de la impostura de su hombría. Hoy se le ha derramado encima. No pudo contenerse al oírme decir, a un amigo de paso, que pensaba escribir sobre las mujeres asesinadas. Que estoy harto del delito moral del machismo y sus verdugos.

Conozco más Nieves. Nadie se imaginaría, ante el éxito de sus profesiones o la dulzura que exhiben en la madura felicidad o en la longeva serenidad de sus rostros, que padecieron la grave falta de autoestima y el temblor atónito del miedo golpeado salvajemente. Que en sus labios sangró el silencio reventado. En algunos casos, sus hijos pequeños se entrometieron contra la mano en cólera de un padre y su innoble cobardía. Por este motivo el Parlamento reconoce, desde el pasado 12 de agosto, como víctimas directas a los hijos de las mujeres víctimas de la violencia de género. A los padres, a los maridos, les da igual. Sucede a diario. «Te prometo que voy a cambiar, te quiero, tú lo sabes». Es la consigna del drama. Palabras envenenadas que cada dos días nos desgarran un crimen de género. Mujeres muertas que nos hacen naufragar a todos los hombres que no hemos sabido salvarlas. No basta en la chaqueta el lazo blanco, creado en 1991 por un grupo de canadienses con el objetivo de acabar con la violencia de los hombres hacia las mujeres. Hace falta mucho más. Ellas no dejan de caer a los pies de nuestra vergüenza colectiva y, por si fuese poco, ahora los asesinos sacrifican a sus propios hijos. El más execrable golpe bajo contra la libertad y el amor de una mujer a la que matar en vida.

La macro encuesta de 2015 presentada por el Gobierno hace unos meses era contundente. La violencia de género aumenta en España. No hay tarjeta roja que la expulse de nuestras vidas. Concluía también que la mayoría de las mujeres no interponen denuncia. Un 44% afirma que no lo hicieron porque «no fue lo suficientemente grave» y un 21% por sentir vergüenza. El 21% de las que sí lo hacen terminan retirándola. Lo más lamentable es que ha disminuido el número de mujeres que consiguen la protección que solicitan en los juzgados o la que garantiza la policía. Se debe a que es el único delito en el que el propio sistema judicial cuestiona a la víctima y de ese modo la revictimiza. No es extraño por tanto que en España, donde uno de cada cinco hombres ejerce algún tipo de violencia contra su pareja, sólo una pequeña parte de estas situaciones se denuncie en los juzgados. La mejor manera de solucionar este despropósito es que la atención a las víctimas no estén vinculadas a la denuncia. Y que la Ley sea más contundente con los maltratadores, y los arrincone o los expulse socialmente.

Es prioritario incidir más, a través de la educación temprana en igualdad y en convivencia, en el rechazo de cualquier tipo de violencia y más aún de la ejercida con la coartada del modelo de masculinidad creado por la sociedad. Los malos tratos exigen revisar erróneos valores patriarcales, saber que los celos son un peligroso okupa del corazón. No hay que olvidar el fenómeno de hipersexualización, auspiciado por la publicidad, el cine y las redes sociales, que hace sentir a las niñas que una parte de su valor tiene que ver con la capacidad de seducción por medio del cuerpo. Estas cuestiones, junto a los gestos de desprecio, las humillaciones, las conductas posesivas y los malos tratos, anunciaron el desenlace de muchos casos de violencia de género. Ellas no reaccionaron por la dependencia económica, por los errores del sistema que debería haberlas protegido. Porque no hay cerca una aldea como Umoja, en el norte de Kenia, fundada en 1990 por 15 mujeres víctimas de abusos sexuales por parte de soldados británicos. La aldea acoge a toda mujer que escape del matrimonio infantil, la mutilación genital femenina, la violencia doméstica o la violación. Sólo los hombres criados allí desde niños tienen derecho a vivir en Umoja.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. No sabía Cesare Pavese que sus versos eran la sangre de la violencia de género. Que a estas horas o más tarde, una novia, una esposa, una hija, una hermana, una madre, morirá de golpe o finalmente del todo. Que sus primeros besos serán cenizas amargas entre los labios. La codicia del amor, tóxico y equivocado, es la raíz de la violencia que decide su muerte.

Contaré un día la historia de Nieves. Y seguiré haciendo lo posible para que el silencio deje de ser el grito de miedo de la mujer que no se atreve a decir NO. Hoy, mañana, siempre. Cada jornada en la que frente a la violencia, yo también soy mujer.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com