Disfrutaba de unos pocos días de asueto, sin periódicos, radio ni televisión, cuando alguien me trae la mala noticia de la muerte de Antonio Pedreira Andrade, buen amigo al que muchos conocerán por haber sido el juez instructor del caso Gürtel. Llevaba enfermo de párkinson varios años y desde hace casi tres estaba en coma después de sufrir un ictus. La última vez que lo vi con vida fue en octubre de 2010. Ya entonces se movía con dificultad y necesitaba ayuda para acercarse al cuarto de baño, pero conservaba la lucidez de siempre y una mirada de bondadosa ironía. Tras hablar de los viejos tiempos y de amigos comunes, le pregunté por el caso que instruía desde hace un año. No para que me dijera nada que no debiera saber, sino como resumen en pocas palabras. «Es un plan para vaciar la caja del Estado desde dentro del Estado», me dijo. No necesité de más explicaciones. Todos habremos visto esas películas en la que los ladrones consiguen excavar un túnel para acceder al interior de un banco y luego desvalijarlo. Con la diferencia de que en este caso los que ayudaban a los ladrones a abrirse paso eran los políticos que administraban (es un decir) los bienes públicos.

Conservo una grata memoria de aquella velada y de lo mucho que nos reímos recordando algunas vivencias pasadas. Conocí a Pedreira cuando el que esto escribe era presidente del comité intercentros de la Prensa del Estado y luchaba junto con otros para que los periódicos que habían sido de sectores republicanos (antes de que Franco los convirtiese como botín de guerra en la Prensa del Movimiento) se reintegrasen a sus antiguos dueños, fuesen reconvertidos en prensa pública u ofertados a los trabajadores como sociedades laborales. Lo primero resultó imposible porque para los artífices de la Transición quedaba claro que la nueva democracia era heredera legal del franquismo y transcurridos más de treinta años desde el expolio, el derecho a reclamarlos había prescrito. Y la segunda y tercera posibilidad, lo mismo, porque la información ha de estar siempre en manos seguras y de toda confianza, y una prensa pública o en manos de trabajadores es una solución inconcebible.

El caso es que el gobierno de Calvo Sotelo había convocado la subasta de los periódicos en plena campaña electoral y yo le pedí a un magistrado ya fallecido, Marcelino Murillo, que me recomendara al abogado más listo de Madrid para oponerse a semejante despropósito. Y me recomendó a Pedreira, que entonces tenía despacho en un piso de la calle Núñez de Balboa abarrotado de libros. Antonio organizó una defensa jurídica espectacular y la subasta se suspendió en ese primer intento. El segundo, con el PSOE en el poder, ya no se pudo.