Leo en El País una crónica sobre Andrés Caicedo, un autor colombiano que se suicidó a los 25 años, el mismo día que recibió en su casa un ejemplar de su primera novela y una nevera, no sabemos si en este orden. La nevera introduce en la historia un factor de distorsión casi cómico que lo complica todo. Mis allegados, sin excepción, coinciden en que lo que motivó el suicidio fue la novela. El timbre de la puerta sonó, el escritor fue a abrir, le entregaron el paquete que, más que desenvolver, descerrajó. Estaba a punto de ver su nombre, por primera vez, en la tapa de un libro. Se trata de un momento fundacional en la vida de cualquier escritor. Hay pocas emociones tan fuertes, tan decepcionantes también. ¿Era esto? Pues sí, era eso. Al final de La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoy, el protagonista, cuando comprende que se va a morir, dice algo parecido: «Ah, era esto». La muerte se le aparece de súbito como un asunto banal, doméstico, del día a día. Hay decepción, pero también alivio. De modo que era esto.

Creo que es Lacan, con perdón, el que asegura que el deseo carece de objeto porque nunca deseamos lo que creemos desear, sino lo que aquello representa. De ahí que toda conquista importante proporcione una pequeña (o grande) decepción. ¿Era esto? El desengaño dura lo que se tarda en elegir otro objeto de deseo que, esta vez sí (eso creemos), colmará nuestras expectativas. Tal es el motor de la vida, el deseo, que va cambiando de objeto hasta la hora final. Pero ya ven, según Ivan Ilich, la muerte resulta, en líneas generales, tan decepcionante como la vida.

¿Y si lo que hubiera decepcionado a Andrés Caicedo, el escritor Colombiano con el que comenzábamos estas líneas, hubiera sido el frigorífico? Recuerdo el primero que tuve en mi primer apartamento de soltero. La compré a plazos y estuve dos días esperándolo con ansiedad. Pensaba en los cubitos de hielo, en el cajón de las frutas y verduras. La carne y el pescado me durarían más de dos días, mis padres al fin me tomarían en serio. La nevera representaba una forma de ascenso social que formaba parte de mis deseos más oscuros. «Ah, era esto», me dije con tristeza después de instalarla. ¿Debería haberme suicidado? Quizá sí.