Ser andaluz es un modo de universalidad. Don Antonio Domínguez Ortiz, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1982, uno de los mejores historiadores españoles del siglo XX, me enseñó una mañana de invierno en su casa de Granada que «declararse unilateralmente andaluz es empobrecedor». Aquello me pareció, y me sigue pareciendo, la más rotunda declaración de universalidad que he escuchado jamás, y es lo que básicamente entiendo por «el ser andaluz». La esencia del ser andaluz, en el caso de que exista, es ser (o sentirse) de todas partes o, lo que vendría a ser igual sin ser lo mismo, no ser del todo de ninguna.

Por eso no entendí nunca aquello del «andalucismo», porque si ser andaluz es un modo de universalidad, no tenía mucho sentido andar por ahí haciendo bandera del nacionalismo. Ser andaluz sin serlo, de esa forma desprendida que tenemos de entender nuestra territorialidad, ese no sentirnos nacionalistas radicales sino nacionalistas emocionales, es nuestra huella genética más persistente, nuestro verdadero signo de identidad andaluza y, seguramente, uno de nuestros mayores tesoros. Andalucía es, básicamente, un modo de sentir, una manera de ser.

Andalucía, de la que tanto dudo como unidad (me sigue pareciendo una acumulación de sonoras individualidades y, en ocasiones, insuperables rivalidades), si algún rasgo general tiene entre sus diversidades es una forma de pensar, de entender la vida, que sí es aproximadamente común. Ese concepto es lo que nos hace andaluces y, al mismo tiempo, lo que cohesiona Andalucía mucho más que cualquier proyecto político.

Y justo ahora, en estos tiempos en que los nacionalismos cerriles y radicales refuerzan el enfrentamiento y la distancia, ávidos de fronteras y de identidades particulares, el Partido Andalucista determina su fin, se hace la eutanasia después de una agonía larga en la que ha ido comprobando que a los andaluces no nos interesa el andalucismo, que no lo entendemos, que no somos nacionalistas porque somos universalistas, porque después de tres mil años de sal en las costuras, de haber trazado con paciencia y pulso nuestra geometría de olivos, de soportar la lenta miseria de los campos y las marejadas del levante mordiendo feroz la playa; después de los poetas que mataron y de los que se dejaron morir de pena, de los que se fueron lejos y de los que no volvieron jamás, pero jamás olvidaron, ser andaluz es tan absoluto que ser andalucista lo empobrecía, que ser andalucista era como querer ser del norte y, a la vez, estar desnortado. No sé si me explico.