Naufraga la vida en nuestras puertas. Hace un siglo que sucede. La guerra convierte a las personas en fugitivas cenizas humanas. La pobreza, en cautivos del hambre sin ningún futuro a su alcance. El viaje es la última esperanza que les queda. Sólo llevan encima miseria descalza y dolor sin abrigo. Y en la tristeza amarilla de los ojos el nombre de un país del que no entienden su lengua. No hay odisea sin víctimas. El mar silencia de azul los muertos en su vientre. Las periferias, ocultas dentro de las ciudades, albergan la pobreza ilegal de los supervivientes. Se les ve pero no existen. Sin embargo son héroes de sí mismos. Han conseguido escapar del horror de una paz mutilada.

Los caminos de Europa son la senda de los fantasmas que el primer mundo ha creado allí donde hubo petróleo o cualquier riqueza a expoliar. Hace mucha Historia que el hombre ha saqueado todas las habitaciones de la tierra. Unas veces por la fuerza, otras colonizando y en muchas ocasiones pactando con terribles dictaduras. Ahora el único paraíso de leyenda es la televisión por satélite, que mueve mareas y espejismos. Ningún inmigrante cree la fábula de El Dorado, que sólo existe en la imaginaria mentira contra la derrota de aquellos que les precedieron, pero entre la muerte y la vida todos escogemos lo más parecido a un sueño irresistible. Paz, trabajo, libertad, familia. Un trébol de cuatro hojas por el que cualquiera se arriesgaría a retar al destino.

No hay frontera que impida el éxodo que presiona. Sólo entre el 1 de enero y el 1 de septiembre de 2015, 351.314 personas han llegado a las costas europeas. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), al menos 2.643 que también lo intentaban han perdido la vida en el Mediterráneo. Detrás de cada cifra hay un drama humano: una familia huida de la guerra de Irak; un joven del Chad que atravesó el valle de las gacelas hasta llegar a Libia; el pequeño turco Aylan Kurdi cuyo viaje finalizó en una playa de Bodrum. La vulnerada dignidad de un cadáver inocente despertó la vergüenza que es una forma de conciencia. No seamos hipócritas. La muerte funciona como reclamo.

La gran mayoría de los cientos de miles de personas que tratan de acceder a la Unión Europea desde Siria, Irak y los Balcanes, también de Libia, Eritrea y Afganistán, pretenden llegar a Alemania. Su capacidad económica y la Constitución que subraya que la dignidad humana es intocable, y cuenta con uno de los regímenes de concesión de asilo más claros y generosos, les anima en su empeño. De los 800.000 mil que les llegan, aceptarán un 40%. Mucho más que nosotros que en 2014 sólo acogimos a 1.600 de los 3.614 que solicitaron ayuda. Los políticos siempre reaccionan tarde. Lo hacen cuando les apremia el corazón de la gente que se ofrece a acoger inmigrantes frente a la ira de los xenófobos y a los Acuerdos de Schengen (1985-1990) que cerraron la inmigración laboral para los no comunitarios y redujo drásticamente la concesión del estatuto de refugiado y por tanto el derecho de asilo. Ahora Merkel exige el reparto de cargas dentro de la UE de una manera equitativa. Hay que aceptar la parte de culpa en los conflictos a los que Europa ha contribuido, junto con Estados Unidos, en los países de los que procede la desesperada marea migratoria que no es exclusivamente víctima de la guerra. La economía predadora y sus efectos de miseria aumentará esta crisis humanitaria.

Esta realidad hace imprescindible que los gobiernos aborden la cara B del problema. Aquella de la que nadie quiere hablar por las suspicacias y las malas conciencias que genera. Es imposible no afrontar cómo hacer frente a la financiación de las prestaciones básicas de los refugiados, como sanidad, vivienda, educación, manteniendo el equilibrio entre el imperativo humanitario, el ya precario bienestar social nacional, la bolsa de pobreza autóctona y las obligaciones jurídicas internacionales. A medio plazo el polvorín social está garantizado. Las investigaciones en países de tradición migratoria afirman que los inmigrantes (incluidos los indocumentados) aportan al sistema mucho más de lo que reciben. El balance fiscal es positivo y facilita la viabilidad del actual sistema de pensiones en una sociedad tan envejecida como la española. También es cierto que genera otros problemas como la falta de adaptación y la explotación laboral. Un ejemplo es Italia donde las conocidas «agromafias» emplean a inmigrantes en diferentes campos del país, a centenares de kilómetros a los que acuden cada día a trabajar en duras condiciones a cambio de 27 euros la jornada.

La inmigración exige actuaciones internacionales en los países en conflicto que favorezcan la democracia e inversiones económicas para su desarrollo. Este objetivo requiere tiempo y un previo restablecimiento de una paz política estable. Mientras se trabaja en ese horizonte, pueden paliarse los dramas con mayor ayuda humanitaria, bien gestionada en su terreno, para salvaguardar los millares de vida de quiénes ni siquiera pueden huir o que, a pesar de su tragedia, no quieren marcharse de su tierra. En nuestro país podrían crearse ayudas para que los inmigrantes rescaten pueblos vacíos y comarcas agrícolas cuya densidad de población es de unos seis habitantes por kilómetro cuadrado. La solidaridad ha de ser inteligente, práctica, sostenible. Es necesario y urgente que las políticas económicas se humanicen y afronten estrategias comunes en lugar de endurecer las leyes en contra de la inmigración, como ha hecho Hungría, y entrar en una espiral de militarización caótica de sus fronteras.

Sin querer darnos cuenta, la vida ha alcanzado la edad difícil en la que preguntarse con qué valores y cultura vamos a defender nuestro presente y nuestro futuro en un mundo que cambia y tiembla.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com