No valían las llamadas de auxilio, ni el pesado lustro con olor a metralla, ni los cuerpos en el suelo. Tampoco la veintena de personas que murieron como polizones en la lata oleosa y funeraria del interior de un camión. La piedra derribada fue, incluso, insuficiente; las ejecuciones, la desesperación a pie de una huida que, en la falta de socorro y en la incertidumbre, tenía el aspecto carbonizado y gris de las grandes marchas con las que la literatura y el cine despachan el horror del apocalipsis. Siria lleva casi cinco años en guerra, pero para el que mundo se entere y encienda su premiosa maquinaria ha sido necesario que los muertos abandonen la cápsula de irrealidad con que suele bañarlos la estadística y la distancia y comiencen a colarse en horas preventivamente programadas entre el sofá de felpa y el resumen de los goles de la Liga. Y, además, con toda la hechicería retórica de la nueva telebasura y la irresponsabilidad facinerosa de muchos dirigentes, para los que el tránsito de miles de personas no se traduce en una crisis humanitaria, sino en una molestia que si pudieran borrarían súbitamente y a la manera del gabinete de Aznar, con cascada de narcóticos y aviones de regreso. De las horas informativas y páginas de periódico dedicadas a Aylan da la sensación de que lo único que quedará, más pronto que tarde, es un recuerdo diminuto y angosto; el de una tragedia con nombre y apellidos soluble en tantas otras tragedias de geografías remotas, reconfortablemente ajenas. La sociedad se ha acostumbrado a un tipo de sensibilidad visual y de combustión rápida en el que el olvido y la ceguera es la máxima latente: que los muertos estén lejos, que vengan para recordarnos que el mundo es duro allá afuera y que se evaporen sin dejar rastro. Como si su situación, en una economía globalizada, fuera fruto de compartimentos comarcales. El cinismo llega a su cota más monstruosa cuando se niega la responsabilidad; occidente, con sus cuentas salvajes y asimétricas, segrega víctimas y no siempre es fácil no verlas. Los guetos, la marginación, la explotación indecente de recursos, la rebeldía financiada para satisfacer intereses tiene su precio. Y la solidaridad no es un acto de caridad, sino de justicia. Luz para la destrucción que secretamos. Luz para no ser monstruos.