El cine de grandes catástrofes siempre tiene éxito en taquilla, porque presenta una epopeya repleta de efectos especiales. Entre esas cintas destaca Independence Day, que narra una guerra por expulsar del planeta Tierra a los alienígenas que la invaden y que finalmente son destruidos por los norteamericanos en una fecha mítica, que conmemora el día de su independencia. Desde 2010 la Generalitat catalana promueve, financia y dirige una superproducción cuyo título podría ser el de la cabecera de este artículo. El guión tiene todos los ingredientes de la épica. Un pueblo pequeño pero orgulloso de su propia identidad que lucha contra un Estado que lo ha invadido, humillado y saqueado. Este tipo de cine no entiende de matices y lo grotesco es parte fundamental de la historia; por eso hay películas y libros que son réplicas cómicas del drama original. Artur Mas y Oriol Junqueras podrían ser perfectamente Astérix y Obélix luchando desde la aldea catalana contra Hispania y su general, Marianus Amorfus, protegido por el centurión allí destacado, Contrainmigratus.

A diferencia del cine americano, sembrado de bombas y misiles, 27-S cuenta la gesta del pueblo catalán en busca de su independencia, armado sólo con la razón de quien reclama decidir libremente su destino. Una alegoría de la democracia enfrentada a las triquiñuelas legales del poder coactivo del Estado, pero que finalmente triunfa mediante el ardid de convertir unas elecciones autonómicas en plebiscitarias. Independence Day acaba con la explosión de las naves alienígenas convertidas en los clásicos fuegos artificiales del 4 de Julio en Estado Unidos, y 27-S concluye con el cielo de Cataluña iluminado por millones de estrellas surgidas de la patada en el culo al Estado español que para ese día pronosticó Junqueras en el Congreso de los Diputados.

El problema es que mucha gente en Cataluña ve la película como si fuese un documental. A ello ha contribuido eficazmente la ceguera del PP y del Gobierno de Rajoy, afrontando el reto desde el inmovilismo, cuando no desde un siempre latente españolismo rancio. Una ayuda inestimable para los guionistas, empeñados en hacer verosímil el argumento, y para los productores en su rentable promoción del filme. Sin embargo, el proceso soberanista está plagado de trampantojos que hacen creer lo que no es, comenzando por el punto de partida, el supuesto derecho a decidir, continuando con la construcción en cartón piedra de «estructuras de Estado» y terminando por unas elecciones a modo de plebiscito secesionista. Por el medio queda una intensa campaña de manipulación de la opinión pública para indisponer a los catalanes con una España que les roba y ofende, y silenciar, ridiculizar e incluso denigrar como malos catalanes, o sea, como meros españoles, a los que discrepan del camino emprendido. La última víctima, el exministro Borrell. Quizá fue exagerado por parte de Felipe González comparar la situación con la Alemania nazi o la Italia fascista, pero su error está en no matizar el grado de humillación a los discrepantes, no en su diagnóstico.

Es de lamentar que la producción de esta película, cada vez con más figurantes y extras, no haya sido contrarrestada de manera eficaz por los que no están de acuerdo con la visión que ofrece de Cataluña y de España. No se corresponde esa falta de protagonismo con lo que resulta de las encuestas, que indican que los no independentistas son mayoría. El miedo a ser señalado o recriminado ha llevado a gran parte de los catalanes y de instituciones públicas al ostracismo o a una pasiva aceptación pública de los postulados soberanistas. Sólo unos pocos han mostrado coraje cívico para intentar contener esa marea. Pero la razón fundamental es que no se ha sabido articular una sólida respuesta democrática al mito del derecho a decidir. Tampoco se han desmontado con rotundidad las supuestas afrentas recibidas ni se ha ofrecido una solución a problemas reales planteados desde Cataluña. Es innegable la habilidad de los secesionistas para despreciar las altas cotas de autogobierno y convertir las disfunciones del sistema autonómico en una enorme pira a la que prender fuego. Pero también lo es que el Gobierno les ha servido en bandeja paja y cerillas para el incendio, sin que la izquierda haya presentado hasta ahora un nuevo marco constitucional que, más allá de una genérica referencia al federalismo, sirva para sofocar las llamas. En definitiva, falta liderazgo.

Ahora comienza lo más duro de la película. La campaña electoral, como si de una parada militar se tratase, se inicia con el desfile de la Diada y el despliegue de todo el atrezo independentista para monopolizar el Día de Cataluña, con la maquinaria de la Generalitat al servicio de la causa. Esperemos que la mayoría silenciosa y silenciada escriba el 27-S un final distinto al previsto por los que con tanto ardor patriótico sacrifican la democracia, el respeto al pluralismo y a los derechos de los demás, en el altar de una autoproclamada soberanía nacional. Pase lo que pase, siempre se buscarán argumentos el 28-S para seguir proyectando «27-S: Independence Day». Pero si los secesionistas pierden en número de votos, se estrenará también otra película, «27-S: El hundimiento».