Vuelves del cementerio. El día sigue ahí fuera como si no hubiera pasado nada. Hace sol aunque ya caminas siendo huérfano. De niño me gustaba ir al cementerio de San Rafael en Málaga acompañando a mi madre cuando iba a poner flores en el nicho de su padre. No entendía la aprensión que algunas personas mayores manifestaban al respecto. Una de mis ilusiones entre la adrenalina y el miedo era comprobar un día si los fuegos fatuos eran como fantasmas fosforescentes que emergían de las tumbas. No pudo ser. Tampoco podré acompañar más a mi madre. Ayer lo hice por última vez.

Violette

Leer los epitafios, los nombres en las lápidas, calcular la edad de quienes habían vivido en los cuerpos que allí descansaban sumando años entre la fecha de nacimiento y la del deceso, mirar la foto que había en algunas tumbas de quienes habían vivido sobre la tierra y ya no, rodeado de aquella paz de silencio y cipreses apuntando al cielo, me fascinaba. Pero no fue hasta ser mayor cuando en otro camposanto, en el nunca suficientemente protegido cementerio inglés de Málaga, que una de esas tumbas me impresionó tanto. Yo ya había comprobado que la mayoría de las personas cuyos restos habitan los cementerios no son ancianas. Pero esa tumba pequeñita con conchas marinas incrustadas, con sólo un nombre propio: Violette, me apeló como nunca ninguna lo había hecho ni lo ha hecho aún en cementerios de distintas ciudades del mundo. Apenas un mes de vida, haciendo la cuenta de las fechas como siempre, y una frase en francés: «Ce que durent les violets».

Cementerio Inglés

La tumba del poeta Jorge Guillén o la del escritor Gerald Brenan son mejor reclamo para visitar el cementerio inglés de Málaga. O la de Robert Boyd, el grumete irlandés que arribó junto a los hombres del general Torrijos a la costa malagueña en 1831 para luchar contra el absolutismo de Fernando VII, el único de los fusilados cuyo cadáver no fue enterrado bajo el monolito funerario de la plaza de la Merced, el mismo que el niño Picasso veía cada mañana desde la ventana de su casa. O, cómo no, merece la pena visitar ese pequeño cementerio anglicano de Saint George sólo para ver el poderoso relieve de la tumba que recuerda a los 41 marineros alemanes muertos en el naufragio de la fragata Gneisenau aquel 16 de diciembre de 1900 con temporal del SE (tan típico y traicionero de la tranquila bahía malagueña), cuyo oleaje destrozó las cuadernas del buque escuela germano lanzándolo contra el morro de Levante.

«Muy hospitalaria»

Aquella página de sucesos, como saben los malagueños o debiéramos saber, nos dejó uno de los puentes que conectan la ciudad a un lado y otro del río Guadalmedina, el puente de Santo Domingo, popularmente puente de hierro o puente de los alemanes. Las riadas de septiembre de 1907 se habían llevado el antiguo puente, y como regalo del gobierno alemán por la valiente decisión de no pocos malagueños que se echaron a la mar con sus barcas para salvar las vidas de los marineros alemanes, perdiendo unos doce de ellos la suya, se financió el nuevo puente. Fue inaugurado nueve años después del naufragio que ahogó al comandante del Gneisenau, de apellido Krestchmann; al segundo de a bordo, al jefe de máquinas, al maquinista, a un guardiamarina, a cuatro suboficiales, once marineros, diecinueve chiquillos con cargo de grumete, a dos civiles que viajaban en el barco, al barbero y al camarero. Un centenar de tripulantes resultaron heridos. La regente María Cristina premió el arrojo de los malagueños otorgando a la ciudad el título de «Muy Hospitalaria»

Mirada furtiva

El mausoleo que recuerda aquel episodio que hoy sería carne de cine en el cementerio inglés bien merece la visita, pero yo me sigo quedando con esa tumba pequeña, que pasa casi desapercibida, la de ese bebé que vivió el tiempo que viven las violetas. Y quizá con la emoción infantil de aquellas idas y venidas al cementerio de San Rafael con mi madre. Como la emoción de avistar al otro lado de una pared las tumbas de los suicidas. Allí estaban, aparte, condenadas a un separado ostracismo, castigadas a estar más en el campo solo que en el camposanto. Siempre les dediqué una mirada furtiva.

El borge y antequera

Mañana será noticia y dulce celebración un pueblo que pregoné en su día, El Borge. Ir a degustar la cosecha de pasa de este año junto a los alborgeños siempre es un buen reclamo para pasar el domingo. Y ayer fue noticia otra localidad de la que también fue un honor ser su pregonero hace años, Antequera, cuyo inmedible patrimonio artístico y monumental trajo al presidente del Gobierno a Málaga. La defensa y promoción de los dólmenes antequeranos aunó a la consejera de Cultura, la ahora socialista Rosa Aguilar, y representantes de la Junta con Rajoy y el equipo de los populares andaluces casi al completo. Han tenido que remontarse a la prehistoria para conseguirlo… Porque hoy es sábado.