La verdad es que quería que la segunda temporada de True Detective me gustara. Después del batacazo crítico, de los comentarios crueles contra sus actores y su creador, Nic Pizzolato, el defensor de las causas perdidas que hay en mí -un eufemismo para el gusto de llevar la contraria en el que a veces caigo-, necesitaba que estos nuevos ocho episodios compusieran una obra de ésas irregulares, estimulantemente imperfectas, de las que se hacen funambulismo y se tropiezan y caen pero se levantan, con heridas y magulladuras pero orgullosas del intento. Lamentablemente no veo aquí nada de eso y sí mucho de esa televisión que se ha creído el cuento, a fuerza de escucharlo de personas más o menos documentadas, de que en la pequeña pantalla se hace la mejor pantalla grande desde hace años.

Ya me ocurrió con la tercera, y espero que última, temporada de Hannibal, un artefacto deliciosamente morboso en sus primeras entregas y que en su tanda final resultaba un peñazo difícilmente digerible: ese molesto filoeuropeísmo -ya se sabe que cuando los yanquis ruedan en Italia o en Francia se ponen de una exquisitez tan pretendidamente abrumadora que caen en la horterada-, unos diálogos que aspiran a la sentencia y al aforismo pero que son fáciles y huecos, y unos recursos estéticos -planos detalle a tutiplén, cámara lenta sobreutilizada- que evidencian una desesperada persecución del estilo -y ya se sabe que cuando el estilo hay que buscarlo desesperadamente lo único que hay es voluntad de estilo-. Bryan Fuller, el showrunner de la cosa, se empezó a creer el rollo auteur y, claro, acabó -cuidado: spoiler- despeñándose.

A Pizzolato le ha pasado tres cuartos de lo mismo en la segunda temporada de True Detective. Tan enamorado está el guionista con el malditismo del noir, con el alcoholismo y las supuestamente hondas crisis personales de sus policías -siempre desarrolladas en bares de mala muerte con actuaciones de cantantes seudoindies- y el morbo del sexo más fetish, que, al final, ha terminado escribiendo una historia que es una parodia de sí misma. ¿Tanto gesto malrollero, tanta búsqueda de torturas existenciales y tanto aire de autoimportancia para terminar marcándote un jamesellroy inflado de nada? Al final, ver tanta mala cara sólo le lleva a uno a reírse. ¿Se acuerda de las tragedias personales cotidianas de los polis de Canción triste de Hill Street? Era otra televisión: más humilde, también más destalentada y comercial, no necesariamente mejor, desde luego, pero, a veces, preferible a este nido de autores cansinos y pretenciosos.

No me entienda mal: me encanta la buena televisión que se hace ahora. Pero la dichosa frase ésa de «el mejor cine se está haciendo ahora en la televisión» sólo revela que quien la pronuncia, de verdad, hace mucho tiempo que no va al cine o se ha limpiado los ojos. No, no creo que una serie deba ser un simple entretenimiento pero este denodado empeño por autorreivindicarse como formato a tener en cuenta artísticamente, comparable con otros más prestigiosos en términos culturales lleva tiempo siendo un rollo. Y revela demasiados complejos de inferioridad.