En el levante, donde saben mucho del fuego, antes de que el cielo se ilumine con tracas, petardos y cohetes, llegan los bomberos. Riegan previsores las arboledas y jardines, refrescan el suelo y los tejados de las casas. Asegurada el agua, se abren las puertas al fuego. Entre unos y otros, según veo mientras escribo este artículo, han conseguido una Cataluña incómoda para la expresión política serena. Los sondeos a pie de urna ya no sirven allí y el voto por correo ha aumentado hasta un nivel inaudito. En efecto, estas elecciones han sido diferentes. Una altísima participación ha demostrado la importancia que la ciudadanía concedía a estos comicios. Ya no vale el quedarse en casa y me da lo mismo porque todos son iguales. Sin embargo, una buena parte de los encuestados no se ha atrevido a indicar su opción política, lo que me recuerda artículos que escribí en otros tiempos sobre zonas sociales más complejas como lo fue el País Vasco de décadas pasadas, cuando había que esperar a los escrutinios finales, antes de poder realizar la mínima interpretación coherente. Ahora, mientras escribo, cada pincelada de papeletas sobre el cómputo, va dibujando un paisaje con diferentes tinturas. O los encuestadores han falseado respuestas, o el votante no se ha sentido cómodo con la respuesta real. Todo fue distinto cuando España y Cataluña eran un territorio de albañiles. Durante los años de especulación y capitales volanderos, las opciones independentistas dormían un sueño como de larva. Cuando la realidad apareció a bofetadas, se hundieron los tabiques y llegaron las investigaciones judiciales sobre los billetes y sus podredumbres, surgieron los gritos de vámonos que la cuenta de esta fiesta va a salir muy cara. No es lo mismo pagar una cuota de solidaridad entre los pueblos de España cuando sobra el parné, que cuando hay que apretarse el propio cinturón. Uno se acostumbra pronto al caviar, incluso al jamón, por más español que sea, y ver butifarra en los platos para que tu vecino pueda comer pan, siempre resulta desagradable. Dejémonos de himnos. Lo único que importaba en estas elecciones, sobre todo a gran parte del pijerío de Convergencia, era la cuestión de la pela. Y punto.

Ahora nos encontramos con un incendio promocionado entre Madrid y Barcelona y vivimos en un país tan demencial que ni siquiera tiene un número unificado para bomberos, nadie los había llamado, ni habían previsto esos cortafuegos valencianos. Los pecados, según la madre iglesia, incluida la catalana, se producían por pensamiento, palabra, obra u omisión. Aquí no ha faltado ninguno. Tras una campaña con presiones brutas por cada una de las esquinas, al final, nos vamos encontrando con un parlamento catalán que tampoco ha variado tanto sus costuras, más que posturas, respecto al resto del Estado, si se comparan con las dispuestas en 2012. El experimento de Mas y Junqueras no ha salido según sus sueños. De 71 diputados han pasado a 63, descenso independentista compensado por la subida de la extremista CUP que llega a los 10 sillones. Total secesionista, 73 escaños; en 2012, 74. Además, el porcentaje de sus votos no llega al 50%, con lo que el carácter plebiscitario veremos cómo se interpreta. Todo sigue igual. Incluso no tan bien, por más que la euforia haya alcanzado su significado más etimológico entre el separatismo catalán. El voto no separatista suma 62 escaños. No se puede embarcar a un porcentaje de población tan amplio en un barco en el que no quiere subir. No ha habido ninguna victoria. Las trincheras catalanas siguen exactamente igual. Al gobierno del Estado corresponde tender la mano para negociar un encaje de bolillo catalán que cauterice la sensación de ruptura. Al gobierno catalán corresponde igual gesto con una realidad de voto que no refleja un sentimiento de una Cataluña oprimida y ocupada como en su día lo fueron las repúblicas bálticas. A ver quiénes ejercen como bomberos en mitad de un fuego complejo de apagar dada la enorme cantidad de gasolina que se ha esparcido en bidones encuestas erróneas, votos que ascienden y descienden, amenazas, y demás dispositivos incendiarios.