Amenazan con volver. O peor aún, con no irse nunca. Después de meses de alborotada chaladura patriótica el interés se ha desplazado. Lo importante ya no es si Cataluña se va de España, sino cuánto tiempo tardarán unos y otros en desaparecer de las antenas y de los periódicos. El verdadero reto contra el independentismo es evitar que devenga en un problema crónico y eso probablemente lo saben a conciencia en todas las casas de orates y sanatorios. Ningún país, dicen, puede soportar el trauma del desgarro, pero menos aún el folletín rancio que se apodera de la información y la dilata a voluntad desde primera hora de la mañana. Cuando se aplane toda esta grandilocuencia y este pulso ficticio entre identidades -la identidad también es ficción y, además, mala-es probable que se advierta la mugre y la vulgaridad en la que España -o Cataluña o lo que sea- se ha anquilosado. Con el asunto del 27S los políticos no sólo han secuestrado unas elecciones, sino también la propia política, convirtiéndola, si es que algún día fue en esta tierra otra cosa, en un espectáculo zafio y despreciable. La lucha de banderas en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona con las que tuvieron a bien obsequiarnos los representantes de ERC y del PP ejemplifica el nivel intelectual en el que discurre la vida española. Tanto aprender de memoria el nombre de los integrantes del juramento de la pista de frontón, tanto citar a Tito Livio y leer a Aristóteles para acabar comprimiendo el pensamiento y la razón de lo colectivo en una cuestión barriobajera de sentimientos y afinidades. La política no era esto. Y el siglo XXI tampoco. Debajo de la marea, llámenme loco, lo mismo descubrimos que hay problemas objetivamente más importantes y que mientras jugamos al España se rompe la ruptura viene por otro lado. Y, además, de manera mucho más trágica. En pleno e histórico desmantelamiento del estado del bienestar, con miles de personas ahogadas y una economía secuestrada y endeble, Cataluña se permite el lujo de representar una penosa comedia de enredos en la que lo único que parece importar, más allá de los argumentos insolidarios, es una condición ontológica tan difusa e inútil como la patria. Para querer ser tan europeos hay quienes se parecen sospechosamente a lo peor de España.