Stephen Hawking -en la imagen- acaba de decir en Canarias que el futuro de la humanidad pasa por colonizar otros planetas y supongo que se refería a las consecuencias de problemas como el calentamiento global, el crecimiento demográfico, la proliferación nuclear o la propia estupidez humana, que son difíciles de resolver. Una persona que tenga cincuenta años ha visto doblarse la población del mundo desde 3.500 millones cuando nació a 7.000 millones ahora, con la perspectiva de llegar a 9.000 millones en 2050. A partir de ahí, cualquiera sabe, quizás logremos controlar este crecimiento desenfrenado junto con las emisiones de efecto invernadero (próxima conferencia de París sobre el clima) y evitemos la autodestrucción. O no.

Con el vertiginoso aumento de la población debe preocuparnos cómo disponer de nuestros cadáveres. Aunque en un mundo dominado por el culto a la juventud y a la belleza no nos guste hablar de ella, la muerte es el principal factor de modernización de las sociedades, como decía Steve Jobs, al permitir el relevo generacional que favorece los cambios. Desde que nacemos somos conscientes de que hemos de morir y esa conciencia, que los animales no tienen, nos diferencia de ellos y está en el origen de esa búsqueda de trascendencia que explica las creencias religiosas. Por eso, por considerar el cuerpo como algo sagrado que un día ha de resucitar, todas las culturas han tenido buen cuidado en disponer de sus muertos de las formas más diversas desde los tiempos más remotos, como muestran los hallazgos de Atapuerca donde se ha encontrado una acumulación ¿ritual? de cadáveres de 400.000 años de antigüedad, e igual podría haber ocurrido mucho antes con el reciente hallazgo en una sima sudafricana de restos que podrían pertenecer a una especie intermedia entre el australopitecus y el homo erectus. Lo interesante es que mientras los cerebros de Atapuerca tienen un encéfalo de litro y medio de capacidad, los sudafricanos solo tienen medio litro que al parecer les habría bastado para cruzar el umbral del pensamiento trascendental, pues los cadáveres fueron dejados intencionadamente en esa sima y eso implica algún tipo de creencia sobrenatural.

Quienes más trabajo se han tomado en dejarnos presentables han sido los egipcios con sus ritos de momificación y sus pirámides, pues no en vano Osiris se adelantó a Jesucristo y resucitó de entre los muertos. Hay momias en muchas otras culturas desde los incas a los chinos o los centroeuropeos, como mostraba una curiosa exposición hace unos meses en el museo holandés de Drent. Durante siglos se traficó con momias y otros restos de los santos (diviértanse leyendo La reliquia de Eça de Queiroz), mientras que hoy aún embalsamamos a dictadores como Ho Chi Min y Lenin, que reposan en mausoleos fascistoides en Hanoi y Moscú. También se embalsamó a Evita Perón hasta que se la dejó descansar en La Recoleta.

Lo más frecuente ha sido enterrar a los muertos. Se empezó con simas, cuevas, oquedades del terreno recubiertas de piedras para protegerlos de los depredadores, vasijas y, finalmente, ataúdes. Los primeros cristianos se enterraban en catacumbas, bajo el suelo sagrado de las iglesias y en pequeños camposantos adyacentes hasta acabar en cementerios gigantescos e impersonales. En cierta ocasión, visitando el Santo Sepulcro de Jerusalén, me encontré con el truculento espectáculo de una procesión de griegos de una isla que no recuerdo que desfilaban vestidos con la mortaja con la que serían enterrados. Los musulmanes se limitan a enterrar a sus fieles envueltos en una sábana y mirando hacia La Meca, mientras los judíos ricos prefieren el valle de Josafat, junto a Jerusalén, con objeto de despertar «a la derecha del Padre» junto a los que irán al cielo el día del Juicio Final. Algunos han construido espectaculares monumentos funerarios como el emperador Adriano (Castel Sant’Angelo), mientras otros prefieren ocultarse como hizo el emperador Qin Xi Huang en Xi’an, rodeado de un ejército de figuras de terracota de tamaño natural, o Gengis Khan, cuya sepultura en Mongolia sigue sin ser hallada.

Otras culturas incineran a sus muertos, como los hindúes en Varanasi, al borde del Ganges, en piras que los ricos aromatizan con madera de sándalo para luego dejar que las aguas se lleven las cenizas. También quemaban a sus muertos, al menos a los más importantes los vikingos y otros pueblos nórdicos. Más escalofriante (aunque muy ecológica) es la costumbre de dejarlos a la intemperie para que se los coman los animales, como hacían los zoroastrianos (a pesar de ser adoradores del fuego) que exponían sus cadáveres sobre enormes torres de piedra junto a Persépolis para ser pasto de las aves de rapiña. Lo mismo hacían sobre modestas angarillas que depositaban en las ramas de los árboles algunas tribus de Bostwana y no otro es el origen de la momia que se exhibía en el museo de Banyoles y que se trajo un emprendedor viajero del siglo XIX. Cuando se enteraron en Gaborone montaron un escándalo monumental (llegaron a protestar en la ONU) y lograron que el cuerpo les fuera devuelto aunque ya no se cómo dispusieron de él.

Cuando ya no quepan más cadáveres en la Tierra podemos utilizar el consejo de Hawking y enviarlos a otro planeta... es menos disparatado que traer basura de fuera para quemarla, como se hace en Mallorca.

*Jorge Dezcállar es exembajador de España en EEUU