Aun tenemos en el recuerdo las vacaciones veraniegas, y ya estamos pensando en el próximo puente. Siempre con las mismas dudas, ahora que la compañías aéreas imponen un límite de peso en el equipaje: ¿cómo llenar la maleta para no exceder de los veinte kilos? Grandes dudas que surgen para un viaje que, a lo sumo, alcanza los treinta días. Aunque a la postre, la mitad del peso autorizado resulta superfluo, pues no llegamos a usar ni la mitad de lo que acarreamos.

Con otra perspectiva totalmente distinta se plantean el problema otras personas que no son de este mundo en el que nosotros vivimos, el privilegiado, pese a que nos quejamos. Son los refugiados que huyen de las guerras. Les surge las duda tremenda de conseguir concentrar toda su vida en un receptáculo de veinte kilos o quizá mucho menos. Parten con ganas de volver, pero sin esperanza de regresar al lugar donde han desarrollado toda su vida, obligados al difícil ejercicio de escoger lo indispensable, solo lo estrictamente necesario, pero sin olvidar nada que suponga cercenar una parte de las vivencias; llevan consigo los recuerdos que los vinculan no ya a su pasado, sino simplemente los que revelan su identidad personal y familiar. Sin olvidar las fotos y señas de los familiares que se quedan, fino hilo de unión a las raíces, ni los títulos que acrediten su capacidad laboral y les permitan, en el incierto lugar en que recalen, tener una oportunidad de trabajar.

Menos de veinte kilos de dulces recuerdos a los que asirse cuando lleguen a su ignoto destino, si lo consiguen, claro, si no se quedan en el camino. Incertidumbre, cuando no miedo, al encontrarse en el país de acogida con un futuro desconocido, con el aislamiento social. Temores que no logran disipar unos voluntarios bienhechores, amparados bajo diversas ONG, que ofrecen, además de unos mínimos de subsistencia vital, la confortación que tanto necesitan. Llegan erráticos, desorientados, agotados de hacer muchas jornadas siempre en tensa vigilancia, peleando incluso con sus mismos compatriotas por coger plaza en un precario medio de transporte o por hacerse con un poco de alimento.

Arriban a un lugar quizá de clima inhóspito, pero dispuestos a soportar bajísimas temperaturas a cambio de salvar la vida. Se sobresaltan al oír un golpe seco, que inevitablemente les evoca el estruendo de la guerra. Desconocen el idioma de quienes los acogen, con quienes solo pueden entenderse usando gestos mímicos. No pueden decirles que ellos no comen esa clase de alimentos, si su religión se lo prohíbe, ni que requieren tiempo suficiente y espacio adecuado para cumplir con sus ritos religiosos, ahora que más lo necesitan incluso si no son practicantes. Quieren no ya pedir algo, sino tan solo dar las gracias. Pero no pueden. Nadie los entiende.

Escribo estas líneas mientras me encuentro en un país cuyo idioma desconozco totalmente, y sin poderme hacer entender, pues estoy fuera de los círculos turísticos donde pueda utilizar alguna de las lenguas que manejo. No tengo acceso a las redes sociales. Solo se lo que pasa en el mundo si veo la televisión española estatal que, con clamoroso sentido de lo trascendente, inicia sus telediarios con el juicio de un parricidio en Galicia o el permiso carcelario concedido a una tonadillera en Andalucía. Aquí he experimentado, con verdadera curiosidad sociológica, sentimientos aparte, lo que supone acudir al único centro religioso católico existente para una población como Madrid. Realmente aleccionador.

Por eso, cuando veo que países de nuestra (des)Unión Europea se niegan no ya a integrar, sino ni tan siquiera a dar acogida a quienes vienen huyendo de los horrores de la guerra; o que otros disputamos, como si fuera ganado malo, por asumir el menor número de cabezas de refugiados, no puedo sino experimentar asco, un asco profundo de nosotros mismos. De los civilizados daneses, o irlandeses, o ingleses, que por sus acuerdos con la Unión pueden excluirse de cumplir estas acciones humanitarias. Sin relegar a los húngaros y sus valladares infranqueables para evitar «la invasión», zancadilleando sin miramiento a los que a duras penas consiguen trasponer intramuros de sus fronteras. La caza del refugiado. Ya hemos olvidado cuantos millones de europeos se encontraron, no hace tanto, en similar trance, pero recibiendo un trato mucho más digno.

Quizá encuentren unos políticos, no sé si ingenuos bienintencionados o pícaros oportunistas, brindándose a dar acogida a un puñadito de estos refugiados, a cambio de una foto para sus electores. Les ofrecerán cama y comida de entrada, para luego dejarlos a su suerte, desorientados, aislados en un mundo hostil, que solo les dará cobertura sanitaria pero no trabajo, donde nadie les explicará que nuestra educación y cultura son distintas, que aquí se bebe alcohol por doquier, que las mujeres no son descocadas por vestir a la europea, y que a los niños se les regaña, pero no se les pega.

Niños. Los de la guerra. Se integrarán rápidamente en su nuevo entorno, pero llevarán este estigma toda su vida, como nos recuerda siempre que puede el maestro Manuel Alcántara.

Con esta digresión ya olvidaba lo más importante: cuántas camisas y pantalones he de guardar en la maleta para viajar este puente.