Nadie se muere en negro. Siempre hay un trámite mortificado por su precio. El ataúd, el entierro, el crematorio, las flores. Aunque sólo se sumen unos metros de madera tosca, un agujero cerrado a ladrillo y mezcla, y un ramo silvestre de carretera, desaparecer el cadáver tiene un coste. Más caro si se trata de mantener en vivo su recuerdo. Ya no es suficiente con un óbolo para Caronte. Hoy día la muerte exige un precio diez veces superior al salario mínimo interprofesional. No es extraño que a su alrededor haya prosperado su negocio. En el pasado siglo, al pueblo en el que mi infancia creció sobre árboles, riscos y acequias, cuyas orillas saltábamos por encima de una telaraña en construcción y desconociendo su metáfora, solían llegar en un Dyane 6 como el del panadero dos hermanos gemelos. Uno era sastre y el otro llevaba una cámara con trípode. El primero iba con una maleta donde guardaba un traje de domingo para el difunto, al que había tomado medidas previas, y el segundo lo inmortalizaba elegante en un retrato de familia. Ignoro qué cobraban antes de beberse un vino rojo o un coñac entre evocaciones y tratos de futuro en el velatorio, y desaparecer al rato delante de un humo ronco cuyo ruidoso olor espantaba la gente con la mano. España era entonces una noche con luciérnagas en las cunetas y Simplemente María de Guillermo Sautier Casaseca a la hora de planchar junto a la radio. Al igual que tantas otras cosas todos ignoraban que un mañana el país tendría el IVA para servicios funerarios más alto de la eurozona: el 21% frente a cinco países que lo tienen reducido y el cero de Francia entre otros siete. Hace tres años era del 8% y su incremento ha encarecido en 300 euros de media los funerales. Su coste básico alcanza los 900 euros. Aún así muy pocos despiden el afecto a la baja.

Nuestra cultura mediterránea conlleva una mitológica escenografía socio emocional que repetimos porque, en el fondo, tal vez sea un acto de contrición o una forma de liberarnos del miedo que nos produce ver de cerca la sombra de la muerte, lleve túnica y guadaña, vestido de cóctel de gasa negra, esmoquin y rostro de Brad Pitt o un disfraz de Halloween. Personalmente prefiero la austeridad de lo real en lugar de lo fatuo y la personalización de una despedida que celebre lo que fue la persona que se desvanece. Considero más lógico los 600 euros de la incineración y no los 3.700 euros de gasto medio de un entierro. No quiero contribuir a los 9 millones de euros anuales de beneficios en un país donde 390.000 personas se mueren al año. Se entiende que tengamos la red de instalaciones mortuorias más amplia de Europa. El número de tanatorios, próximo a los 1.000, dobla y en algunos casos hasta triplica el de otros países europeos.

Sobrevivir en el arroyo es más asequible que pasar al hoyo. El proceso exige que las empresas cubran las prestaciones de recoger y conservar el cuerpo hasta su inhumación o cremación, la coordinación técnica con el cementerio para el entierro, el trabajo de borrarle las huellas al cadáver, su preparación para el sepelio y su traslado al campo santo. También deberá contar con servicios de arreglos florales, publicación del fallecimiento en el diario local y la gestión del certificado de defunción. Morirse puede resultar todavía más costoso si el difunto prefiere pasar a mejor vida y, por ejemplo, ser enterrado en una galería de arte en forma de un cuadro abstracto o figurativo que mezcla pintura, cenizas y memoria. Por 4.000 mil euros la Sociedad Neptuno también puede enterrarlo en una tumba submarina. Y si su economía se le permite puede acudir a una empresa que da la opción de conseguir un terreno edificable por un precio reservado, en el que inhumarse en un chalecito dotado de salón, cuarto de baño y vistas a un jardín con un relajante césped. En el salón los visitantes tienen a su disposición menaje, frigorífico, sillones, televisión y un reproductor de DVD. La finalidad de esta decoración es que los allegados gocen de todas las comodidades cuando vayan a visitarlo. El menú es amplio y el cementerio Parque de la Paz de Valencia se apunta al presente tecnológico facilitando la instalación en las lápidas de códigos informáticos QR y a golpe de clic que se pueda acceder a vídeos, fotografías y demás recuerdos on line del difunto. Un código QR que dura intacto treinta años y gracias al cual las siguientes generaciones podrán saber más de la historia de sus antepasados.

Según los datos de Unespa, la patronal de las compañías aseguradoras, 20 millones de españoles contratan un seguro de deceso y el 60% de los sepelios son gestionados por una aseguradora. El resto son pasto del mercado. Incluso introduciendo topos en los hospitales, como denuncian que sucede en Málaga en los últimos años, para que avisen del aliento débil de los enfermos críticos y ser la primera en telefonear a los familiares sin cobertura de óbito..

En noviembre nos llaman los muertos. Desde el fondo de la memoria o desde la calle del cementerio cuya dirección suele olvidarse. Y cada vez son menos las personas menores de 60 años que acuden a cambiar los cadáveres de las flores, secas o de plástico decolorado, a subirse a un escalera a limpiar de polvo la fecha y la foto por la que no pasan los años. Ni siquiera a fumarse un cigarro en silencio o con bocanadas de humo y de palabras. Yo tampoco lo hago. Prefiero pasear con mis fantasmas por sus lugares favoritos o enseñarles dónde hablo abiertamente y a solas conmigo. Mañana lo haré con ellos. Les contaré lo cara que se ha puesto la vida, que morirse es un mal negocio y que a veces pienso en que si la crisis aprieta tal vez pueda ganarme el jornal escribiendo epitafios bajo el influjo de Shakesperare. Siempre es mejor cobrar por una buena despedida que por mantener bajo pared o tierra el olvido. Mañana u otro día bajo la lluvia, que es cuando mejor los fantasmas escuchan.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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