Yo no sé si quiero hacerme viejo. No sé si quiero pasar las mañanas en el ambulatorio y las tardes evitando el relente, si quiero soportar que se me encorve la espalda y que me duelan las piernas, si podría sobrellevar que la vista me traicionase y me dejase tan lejos esos humildes y amables objetos de placer que son los libros y los periódicos.

Yo no sé si quiero durar mucho, ahora que empiezo a distinguir la brutal diferencia que hay entre vivir y durar. Yo no sé si aguantaría la humillación de volver a llevar pañales, de salir acompañado y con un poco de miedo. Si resistiría el dolor de olvidar cómo se reía aquella muchacha que fue mi amor toda la vida, o el de no tener luces para seguir haciéndola reír, o de que ya no quiera seguir riéndose conmigo.

La vejez es un barrio que queda muy lejos de todo lo que amo, y yo no sé si quiero mudarme allí. Seguramente esto me pasa porque de pronto me he dado cuenta de que tengo más años por detrás que por delante. Las estadísticas, que suelen ser inoportunas como los catarros en fin de semana, ahora han venido a decir que España es el segundo país del mundo con la población más longeva, que de media vivimos ochenta y tres años y unos cuantos días. Pero la estadística no aclara en qué condiciones, y ahí es donde me asaltan las dudas. Yo no sé si quiero vivir mucho tiempo sea cual sea el estado en que me encuentre. Alguna vez hice un verso rogando que «cuando apaguen la luz me pille con los ojos cerrados», pero eso está reservado solo a unos pocos privilegiados y no puede confiar uno en la fortuna y sus caprichos.

Siempre que pienso en estas cosas me acuerdo del enigmático artista Frank Rebajes y de la leyenda que cuenta que siempre llevaba consigo una cápsula de veneno para cuando decidiese que había llegado el momento de largarse, cosa que, al parecer, ocurrió en Boston después de presentar en el MIT su estudio sobre la cinta de Mobius. Nunca me pareció tan mala idea. Gobernar mi muerte con la misma libertad con la que goberné mi vida, sobre todo cuando comprenda que mi vida ya no es mía del todo, quizás sea el último refugio de mi independencia, y quizás por eso no lo descarto nunca del todo.

De modo que aquí estoy, dejando que entre por la ventana un día que el verano se ha dejado olvidado en noviembre, mirando a la buganvilla cargada aún de flores y confiando en que mi otoño se parezca un poco a este, que no haga mucho frío y que el mar sea tan acogedor como parece esta mañana.