Ha pasado más de un año desde que Ramón Jáuregui visitara Málaga, invitado por el Círculo Mercantil, para hablar de todo un poco. Tuve la suerte de asistir a tan oportuno evento junto a Trinidad Jiménez, cuya amistad me honra. En aquellos momentos -septiembre de 2014- se hablaba de la «deriva secesionista catalana». Los empresarios asistentes mostraron en el coloquio posterior a la comida su preocupación por las noticias que ya sorprendían a propios y extraños. Jáuregui, excelente conocedor de la arquitectura constitucional española, confiaba sin fisuras en el Estado de Derecho y en sus mecanismos para detener el embrión de un proceso independentista unilateral. Y también seguía creyendo en el sentido común de nuestros gobernantes y de la sociedad catalana y española.

Ayer el Parlamento de Cataluña aprobó una moción que apostaba por la independencia de Cataluña. Un año más tarde el proceso ha entrado en un oscuro y preocupante callejón sin salida aparente. En este tiempo ha habido elecciones europeas, locales y autonómicas; Cataluña ha renovado su Parlamento; se convocó una consulta en contra de toda la legislación española sobre referenda y consultas populares; se ha roto el bipartidismo imperante y se ha modificado sin consenso la Ley que regula las atribuciones del Tribunal Constitucional. Una espiral de decisiones políticas muy alejadas tanto del espíritu de nuestra Constitución como de las verdaderas y auténticas preocupaciones cotidianas de la mayoría de la sociedad española.

Es muy difícil asistir con tranquilidad al manifiesto desacato de la legalidad que se lleva perpetrando en Cataluña desde hace ya bastantes meses. La huida hacia ninguna parte de un grupo de cargos públicos que deberían quizás estar ya juzgados por diversos delitos de carácter económico ha contado, de manera sorpresiva, con el apoyo de una parte importante de la misma sociedad a la que han saqueado con sus decisiones desde el gobierno autonómico. Por la otra parte, lo que quizás podría haberse resuelto con una mejora del sistema de financiación -eso sí, sin romper la balanza de los equilibrios territoriales- ha acabado afrontándose con una reforma urgente y apenas debatida en el Congreso de los Diputados sobre las funciones del Tribunal Constitucional. La editorial Trotta ha publicado en España al gran profesor italiano Gustavo Zagrebelsky, cuya obra Principios y votos. El Tribunal Constitucional y la política debería haber sido el libro de cabecera de algunos de nuestros más sobresalientes políticos en los meses previos a este veraniego noviembre.

Las políticas públicas no sólo deben servir para garantizar los derechos esenciales de la ciudadanía. También para evitar que una tensión política planeada desde las instituciones llegue hasta donde ha llegado el órdago de los votados dirigentes catalanes, cuyo espejo ahora, para más sorpresa, parece ser Kosovo y no Dinamarca. Con las elecciones generales ya convocadas, un gobierno en funciones y todos los partidos políticos tentándose los ropajes con un ojo puesto en Cataluña y el otro en el domingo 20 de diciembre, no parecen darse las circunstancias más adecuadas para hacer frente a este formidable desafío a nuestra Constitución y a las reglas que a todos nos rigen. A día de hoy sólo se vislumbran dos alternativas posibles: el ejercicio de la suspensión de la autonomía de Cataluña, aplicando el artículo 155 de nuestra Constitución, o la salida política que ya han propuesto diversos académicos, consistente en la convocatoria legal de un referéndum a la escocesa. Sea cual sea el camino elegido, la sensación ciudadana es de un tremendo y terrible cansancio. Peligrosos cimientos para un futuro incierto.