Conversos, por Miguel Ángel Loma Pérez

En un programa de la tele nos muestran los alrededores del Camp Nou, con el ambientillo previo al último partido de Liga de Campeones jugado por el Barcelona. Al hilo de las sanciones de la UEFA, por la exhibición de banderas separatistas dentro del estadio, un periodista pregunta entre quienes portan la estrellada -que regalaban a miles- si conocen su significado. Entre los preguntados abundan los extranjeros y más de uno la identifica simplemente con Cataluña. Los españoles (con perdón) preguntados sí que saben lo que llevan. Hablan de independencia, de libertad y de democracia. Fantástico. Y entre éstos, un sesentón de rictus amargo, tras defender la secesión, parece sentirse culpable y añade: «El Estado español me ha convertido en independentista. No lo era, porque mis abuelos son murcianos y aragoneses; pero me han convertido». Una opinión ya habitual del sentimiento que ha ido calando en gran parte de la población catalana de origen charnego. El triunfo de una labor de muchos años de propaganda falaz que ha alcanzado más allá de las nuevas generaciones. Conversiones al separatismo que, más que al Estado, se deben a su ausencia, dejación y abandono por los sucesivos gobiernos de España, frente a eficaces campañas de manipulación victimista.