Vi el otro día publicada en la prensa una foto que podría ilustrar la historia universal de la infamia. Aparecían en ella tres expolíticos estadounidenses - el expresidente George W. Bush, su segundo, Dick Cheney, y el exjefe del Pentágono Donald Rumsfeld.

Los tres tenían la mano derecha apoyada sobre el corazón, ese órgano que simboliza los sentimientos más nobles, en un gesto que conocemos de las películas de Hollywood y que tanto les gusta imitar a muchos políticos latinoamericanos.

¡Qué gran cartel para la Corte Penal Internacional!, pensé en ese momento. Un tribunal que, sin embargo, jamás los juzgará. De eso podemos estar totalmente seguros por más que a más de uno les gustaría verlos conducidos algún día, esposados o no, a La Haya. No se consiguió siquiera con el dictador de un país mucho más pequeño, el chileno Augusto Pinochet, reclamado por el juez Baltasar Garzón y cuya extradición a España impidió, como es bien sabido, el Gobierno del ex primer ministro del líder laborista Tony Blair, otro expolítico hoy multimillonario a quien muchos quisieran ver rendir cuentas ante la justicia internacional por su responsabilidad en la guerra no provocada de Irak.

El motivo de la publicación en un diario de la foto de los tres personajes era el anuncio de la próxima aparición en Estados Unidos de un libro en torno al primer presidente Bush, George Herbert Walker, en las que el padre acusa a Cheney y Rumsfeld de haber servido mal a su hijo, al parecer un títere de tan maléficos personajes.

Como buen padre, George H. W. Bush defiende a su hijo -«Hizo lo mejor que pudo y le apoyo. Es así de sencillo»- mientras carga buena parte de la responsabilidad de la guerra de Irak y todo lo que siguió sobre sus dos colaboradores.

Según el periodista autor del libro, Jon Meacham, el primer Bush desaprueba la retórica utilizada por su hijo en el discurso en el que incluyó a Irak, Irán y Corea del Norte en el llamado «eje del mal» y atribuye la agresividad del segundo a la nefasta influencia de Cheney y Rumsfeld.

Sea cual fuere la responsabilidad de cada cual no sólo en la guerra de Afganistán, la invasión con falsos pretextos -la supuesta existencia de armas de destrucción masiva- del Irak de Sadam Husein y la guerra global contra el terrorismo, los tres personajes pueden dormir tranquilos en sus casas.

Ha habido es verdad algunos intentos, puramente simbólicos, como el del Centro Europeo de Derechos Constitucionales, de buscar el procesamiento del exsecretario de Defensa Rumsfeld o el exdirector de la CIA George Tenet por el caso de un alemán de origen árabe, internado sin ninguna prueba en Guantánamo y sometido allí a las peores torturas.

Como es sabido, los horripilantes métodos de tortura utilizados en la base en suelo cubano y en otros centros secretos de detención donde se violaban impunemente todas las convenciones de Ginebra recibieron incluso el visto bueno de personajes como el fiscal general de EEUU Alberto Gonzales y juristas como el juez federal Jay Bybee o John Yoo, que da clases de Derecho en la Universidad de Berkeley.

También llegó a pronunciarse en la capital de Malasia una condena «in absentia» de varios miembros destacados del Gobierno Bush, entre ellos Rumsfeld y Cheney, gesto puramente simbólico aunque se decidiese entonces enviar luego los documentos al fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional, la ONU y a su Consejo de Seguridad.

Incluso un exmiembro del Tribunal Penal Internacional, el norteamericano de origen checo Thomas Buergenthal, afirmó en público que habría que llevar a ese órgano a Cheney y a los agentes de la CIA responsables de las torturas a prisioneros de guerra.

Buergenthal criticó por cierto al actual ocupante de la Casa Blanca, Barack Obama, por no haber instigado el inicio de procedimientos legales contra ellos.

Menos hipócrita en el fondo que Tony Blair, que ha terminado medio disculpándose en público por la guerra de Irak, aunque escudándose cobardemente en las falsas informaciones de los servicios secretos, Dick Cheney continúa apoyando aquella invasión que causó cientos de miles de muertos y es hoy una de las causas del caos reinante en toda la región.

En libro escrito por su hija Liz bajo el título de Exceptional, Cheney, el hombre de Halliburton, la empresa de servicios a las empresas petroleras que, tras la guerra, consiguió jugosos contratos en Irak, defiende el uso de la tortura, que él llama «técnicas de interrogatorio mejoradas», y describe a su país como «la mayor fuerza de hacer el bien que el mundo jamás ha conocido». Que juzgue el lector.