Un Parlamento autonómico acaba de proclamar la soberanía de su país bajo la creencia -acaso exagerada- de que los estados tienen todavía algún poder. Esa fe es la que sostiene la declaración de independencia de Cataluña, por más que el nacionalismo de orígenes decimonónicos haya perdido su razón de ser con la globalización de los mercados que redujo el mundo al tamaño de un pañuelo. Véase el caso de China.

Los chinos, gente sabia a fuerza de desengaños, han llegado a la conclusión de que no se le pueden poner puertas al campo ni lindes a la mar. Así es cómo venden espárragos de Navarra enlatados en Pekín, granito rosa de Porriño y, a no tardar mucho, jamones ibéricos con inequívoco sabor oriental. Aun sin proponérselo, los súbditos del régimen fundado por Mao Tse Tung han demostrado que el comercio es la alternativa natural a la guerra en la medida que acerca a los pueblos, ya sean compradores o vendedores. Todo lo contrario que el nacionalismo.

Hay quien impugna esta mundialización de la economía -y por tanto, de la política- en el convencimiento de que ataca a las esencias de la nación entendida como tribu y no en términos de comunidad de ciudadanos libres. Por la misma razón se podrían poner objeciones a la ley de gravitación universal, aunque ello no impida que las cosas sigan cayendo por su propio peso.

La declaración aprobada por el Parlament de Cataluña obedece, probablemente, a este género de creencias que se basan en el pensamiento mágico según el cual basta afirmar algo de una cosa -ya sea un país o una idea- para que se convierta inmediatamente en realidad. La magia de una votación, por mayoría ni siquiera cualificada, sería suficiente en este caso para elevar a una comunidad autónoma al más meritorio rango de república.

Dadas las presentes circunstancias, se echa de menos, por ejemplo, un pronunciamiento de la Cámara de Galicia contra el mal tiempo que tan injustamente aflige a aquella parte de la Península. Una votación previsiblemente mayoritaria pondría fin, sin duda, a ese agravio comparativo que los gallegos sufren con respecto a otros reinos autónomos donde las nubes son una anécdota y el sol sale casi a diario.

Ocurre algo parecido con los asuntos vinculados a la soberanía de un país. Paradójicamente, la independencia depende de muchos más factores que el derecho a acuñar moneda, la posesión de un ejército propio o la erección de fronteras donde no las había. Esos son símbolos anacrónicos que ya perdieron cualquier sentido en Europa.

Poco importa, en realidad, que un parlamento proclame la independencia de su territorio con la solemnidad propia de tales liturgias. Lo cierto es que, aun si los nacionalistas catalanes elevaran a realidad el sueño de un Estado propio, la emisión de moneda correría por cuenta de un banco central con sede en Fráncfort; y su defensa estaría en manos -y aviones- de la OTAN. Es decir, de Estados Unidos. Todo ello en la más favorable de las hipótesis, claro está.

Obviamente, las decisiones que afectan al bolsillo de los ciudadanos seguiría tomándolas Angela Merkel o quien ejerza el mando en la Cancillería de Berlín, como ahora ocurre con España y otros estados teóricamente soberanos. Nada de ello disuade, por lo que se ve, a quienes ingenuamente porfían en llamarle independencia a lo que no es más que otra forma de autonomía. Como si el campo admitiese puertas.