En la película 'La Verdad', actualmente en cartelera, cuando la fuente de una exclusiva le pregunta a la productora de noticias de la CBS Mary Mapes (encarnada por Cate Blanchett) por qué va a darle a ella y no a un periódico el documento que supuestamente prueba cómo eludió George W. Bush la guerra de Vietnam, la mano derecha del programa de Dan Rather responde categórica: «Los periódicos no los lee nadie». La arrogancia de Mapes, tintada de franco desprecio hacia la prensa de papel, le costó muy cara: fue precisamente un periódico, el USA Today, el que pondría carta de ajuste a su carrera y a la de Rather al descubrir que la fuente era turbia y que les había engañado con un documento falso.

La respuesta de Mapes es tan falsa y pueril como la prueba podrida que le vendieron. La televisión comercial que vive cautiva de las audiencias y convierte a sus periodistas en estrellas de tirón masivo es más vulnerable a esos engaños porque hay en su circuito informativo una inexcusable dependencia del espectáculo. Y el espectáculo casa mal con el rigor si no se maneja con extremado cuidado. Las urgencias siempre son malas mensajeras cuando se aborda la actualidad, incompatibles con las exigencias esenciales del buen periodista: contrastar, poner en duda todo lo que le cuentan para no endeudarse con la verdad, no dar nunca por sentado y comprobar que las fuentes que suministran la información no están contaminadas por la mentira, el engaño o la manipulación interesada. La diferencia entre un buen periodista y otro que se salta la cadena de investigación está en el tiempo que se dedica a su propósito de ofrecer a los lectores o televidentes un trabajo impecable e implacable. Mapes cedió al empuje de las prisas, del éxito fulminante, de la gloria instantánea, y en esos momentos de ceguera profesional dejó expuesta la razón de ser de un periodista. La verdad absoluta no existe, pero sí existen los datos contrastados y limpios de prejuicios que permiten al público formar sus propias opiniones.

Un medio sin credibilidad está medio muerto. Mapes puso contra la pared al suyo hasta que la prensa de papel la colocó en su sitio. Quienes dan por muerto al periodismo impreso olvidan fácilmente que, hoy por hoy, las informaciones más relevantes nacen en él, y que sus principios básicos de funcionamiento, inevitablemente extensibles a sus ediciones digitales para no cometer los mismos errores de la desinformación-espectáculo, son la única receta posible para la supervivencia del buen periodismo: aquel que revela las mentiras, aquel que se rebela contra los engaños. Aquel que da respuestas a las preguntas más incómodas. Aquel, en fin, que sirve al público y no pasa página cuando se trata de cantar las cuarenta a quién sea, pero no de cualquier manera: con la verdad por delante. Ahora que internet se ha convertido en un inmenso paisaje donde crecen sin control los bulos, la opinión indiscriminada y las mentiras disfrazadas de libertad de expresión; ahora que en la televisión gobierna una mayoría de programas frívolos donde manda el grito sobre la palabra, conviene tener más presente que nunca las palabras de Ben Bradlee, el mítico director The Washington post que manejó con maestría el escándalo Watergate: «La gente presta atención a lo que se dice en los periódicos importantes, y si la opinión la da un periódico importante, la gente no confunde los hechos con las opiniones. Por eso es tan importante mantener la reputación de los periódicos».