En esta ocasión, Mariano Rajoy ha dado en la clave y ha estado muy certero. El mundo se enfrenta a una guerra entre civilización y barbarie. Los valores democráticos de Occidente están en jaque y la masacre de París confirma las amenazas que desde hace años lanzaban los clérigos radicales del Estado Islámico, empeñado en imponer la sharia (ley islámica) y de reconquistar la tierra que consideran suya en nombre de Dios y a través de las armas. No se trata, desde mi punto de vista, de una guerra santa, sino de una guerra de locos, de fanáticos, que solo aportan destrucción, odio, dolor y tragedia. El Dios que esgrimen los yihadistas es un Dios que mata y por tanto un Dios que no existe. Que no es posible.

El Dios de los musulmanes es también el Dios de la paz y el amor. Por supuesto que pensar que todos los musulmanes son terroristas es injusto. Tanto como cuando había quien tachaba a todos los vascos de etarras. Pero es irresponsable y temerario no considerar que entre los musulmanes haya terroristas. Y en esta sociedad de lo políticamente correcto quien alza la voz para advertirlo es vilipendiado rápidamente, por mucho tacto y lógica que emplee en la sugerencia. Y así nos va. O cambiamos el chip o acaban con la forma que tenemos de concebir la vida, infiltrándose silenciosamente en nuestra sociedad y borrándonos la sonrisa de la tolerancia con metralla.

Nos sentimos bien con nosotros mismos siendo abiertos y transigentes, y debemos seguir siéndolo, y en ningún caso negar la acogida a los refugiados que huyen desesperadamente de esta misma atrocidad. Si dejamos de hacerlo empezaríamos a perder esta guerra, que es un sindiós y no tiene justificación. Pero hay que ser cautos y vigilantes. Las fronteras existen por algo. Y esto es el mundo real, no un cuento de hadas. A grandes males, grandes remedios. Hay que acabar con el Daesh. No creo que nadie dude de que estamos ante un ultimátum extremista. Que no es un problema de religiones, sino de dementes, porque al fin y al cabo nuestra religión impregna los valores de este mundo occidental, el de los creyentes y el de los ateos, aunque haya quien gratuitamente justifique chillabas y denigre sotanas. Y que no se trata de buscar culpables y menos aún de sentirnos culpables por aciertos o errores del pasado que hayan podido provocar esta reacción.

Nos atacan. Y tenemos que estar unidos. Como mínimo unidos ante el terror. Como mínimo el gesto, como esa Marsellesa a la salida del estadio de Saint Denis. Y sorprende e indigna que no todos quieran y empleen mecanismos para perderse en la retórica y ganar tiempo conscientemente, no se sabe para qué, sobre todo cuando el desafío yihadista está a la vuelta de la esquina en este país que durante ocho siglos fue Al-Andalus.