El buen papa Francisco habla de «tercera guerra mundial» para referir la generalización de la violencia en el mundo de hoy. Esta depravación de la naturaleza humana, motivada en gran parte por la crisis de la desigualdad, tiene en el miedo su complemento perfecto. Miedo a la pobreza y el hambre, la injusticia, el castigo a la codicia criminal, el choque de civilizaciones, las migraciones desesperadas, el terrorismo... Si el papa habla de guerra mundial a modo de metáfora, puesto que todas las presentes son locales, hechos como los sufridos por París -después de Nueva York, Madrid y Londres, entre otros- están objetivando la metáfora en vectores de realidad. El terrorismo pone el fuego y la sangre, pone la muerte allí donde otros intentan la paz por la palabra, la negociación, la acogida solidaria y el fin supremo de la paz.

Posiblemente estamos en guerra, otra clase de guerra sinuosa y cobarde, cuyos hechos de armas no solo son condenables por principio, como siempre lo han sido, sino especialmente odiosos por la indefensión de sus víctimas, más celosas de la paz en libertad que de la seguridad. La masacre bestial de Paris prosigue el ciclo de venganza de la yihad contra todos los valores de la civilización y de las culturas occidentales. Tales valores quieren excluir el estado de guerra potencial, la vida acorazada frente a la eventualidad del zarpazo, pero de este ideal se vale precisamente el terror para asestarlo. Las escenas de muerte del centro de París en la noche del viernes nos conmocionan y sublevan hasta la ofuscación. Esto no puede seguir. El riesgo de guerra que se avista al final del túnel empieza por los estados de excepción y el cierre de fronteras. Lo menos asumible es que un califato nacido de la nada mantenga y multiplique la escalada que inició la banda Al Qaeda en 2001. El estado islámico, la deah y sus ramificaciones volverían a la nada con la sola eliminación de sus suministros, pero hay intereses que se lucran de la exacerbación del odio y preservan relaciones y negocios con los países agredidos por su apadrinado yihadismo. Las concesiones egoístas de las economías libres, que miran para otro lado ante la evidencia financiadora de esos atentados y consienten la recluta de ingenuos idealistas entre sus jovenes, tienen su cuota parte en la responsabilidad de lo que ocurre. La hostilidad del extremismo islámico no es cosa de cuatro locos sanguinarios. Si lo fuera, ya habrían dejado de ocurrir hechos tan estremecedores como el de París.