Esta vez André Glucksman no estaba. Había escrito que la lucha contra el terrorismo exige la separación entre el cielo y la tierra. Cuando el cielo sofoca a la tierra, o cuando la tierra reina sobre el cielo, el infierno totalitario tiene en ambos casos como enemigo tanto la libertad de conciencia como la conciencia de la libertad. Glucksman se había ido para no volver unos días antes de que en París las sirenas entonasen el himno apocalíptico que había escuchado en enero cuando la matanza de Charlie Hebdo. Siempre es lo mismo: toda esta tempestad de violencia proviene de un cielo oscuro enemigo de la civilización que arrastra vientos de odio contra quienes se encuentran cómodos o relativamente satisfechos en ella.

La guerra que el viernes se cobró una nueva batalla funesta es contra la libertad. Aguarda en las calles, sembrando la muerte en la terraza de un restaurante, en un vagón del metro, en un estadio de fútbol, en una sala de conciertos o en unos trenes. En Nueva York, en Bombay, en Madrid, en Londres, en París, donde sea, da igual. Nos sentimos demasiado dueños de nuestros actos: la tierra reina sobre el cielo y ello resulta insoportable para el mundo totalitario teocrático. El Estado Islámico, aunque el nombre resulte pomposo para una sanguinaria y cruel banda de terroristas, persigue un nuevo orden mundial bajo un califato. Poco importa que el Islam como estado no se reconozca en el Corán o que para ello tenga que producirse una mutación de la yihad clásica a la yihad terrorista.

Empezando por la libertad y siguiendo por la inteligencia, cualquier desafío vital al islamismo es para los guerreros del terror la evidencia de un comportamiento no islámico digno de castigo. Esto es lo que hace de él una ideología totalitaria a punto de alumbrar un estado opresivo similar a los que abrazaron el nazismo y el leninismo en tiempos todavía no demasiado lejanos. El asunto se vuelve especialmente inquietante si tenemos en cuenta que los musulmanes constituyen más de una cuarta parte de la humanidad. Es conveniente ver lo que hay debajo del disfraz. La nueva ideología del terror no tiene su fuente en el Islam medieval sino en el fascismo del siglo XX. Se viste con las viejas túnicas pero los métodos son pavorosamente modernos, como demuestra la fácil adaptación y el control de los medios tecnológicos sociales.

La brutalidad del llamado Estado Islámico en contra de cualquiera que se aparte de las pretensiones del califato, jordanos, sirios, iraquíes, es, a la vez, un mensaje al mundo musulmán de que la furia fundamentalista no sólo está dirigida a los occidentales, aunque el viernes por la noche se desencadenase de manera monstruosa en los céntricos distritos parisinos. Los musulmanes deberían empezar a nombrar a la bestia por su nombre. No se trata sólo de erradicar la influencia yihadista de los suburbios de las grandes capitales europeas sino de darse a sí mismos la posibilidad de convivir pacíficamente con el resto de la humanidad. Al mismo tiempo puede que convenciesen a muchos de los xenófobos de que la convivencia no es un imposible. Ese mensaje debería empezar a difundirse desde Pakistán a la «banlieu», porque no hay que olvidar que los enemigos de la civilización están dentro de nuestros sociedades, viven en ellas adheridos a la piel. Son enemigos activos de nuestra forma de vida. Nos odian cuando los gobiernos se involucran en Oriente Medio y también cuando no lo hacen. Cuando nos quedamos en casa y cuando salimos de ella. Nos atacan en París o en Madrid, o cuando vamos de vacaciones a Turquía o el norte de África.

Es necesario convencerse de una vez y sacudirse los complejos, el problema son ellos, no somos nosotros. Occidente, o más bien la humanidad que prefiere vivir en un gobierno de la tierra sobre el cielo, se enfrenta a un enemigo decidido y tremendamente peligroso. No se trata de una guerra convencional que haya que salir sólo a librar fuera de casa. La guerra está dentro. El viernes, el infierno totalitario se desató en París, mañana puede ser en cualquier otro lugar, no alejado de las entrañas.