Ahora que estallan las bombas, ahora que parece que vivir es peligroso como si nunca lo hubiese sido, ahora que las calles son patíbulos, y los bares paredones, y los estadios templos para la hecatombe, ahora que todo se nos ha venido encima como si estallara el universo, ahora, digo, voy a mirar con odio. No es tan difícil. Echo mi mirada de venganza sobre toda esa gente, sobre toda esa raza salvaje y vengativa, sobre los seguidores de esa religión monstruosa que alienta el asesinato de quienes no la comparten, que reserva un lugar en el paraíso para los asesinos, que llama santa a la guerra. Voy a mirar a todo ese pueblo y voy a odiarlo. No, no es tan difícil. Míralos, atrasados, incultos, bárbaros. Creen que su dios es el único posible, lo que equivale a creer que poseen la única fantasía, y creen no solo que merezca la pena morir por él, sino que merece la pena matar por él, que es razonable que para su mayor gloria mueran niños, ancianos, jóvenes que apenas están empezando a vivir. Que se asesine a personas inocentes cuyo único delito es estar en un bar, o en una discoteca, o en un avión, en el momento equivocado. Es fácil esto. Les miro desde mi certeza, desde mi superioridad moral, desde mi civilización, y les odio. Han conseguido que una niebla densa de miedo caiga sobre Europa como hacía décadas que no pasaba y han logrado que ahora todos temamos. Sí, son ellos, todos ellos. Todos, sin excepción, y por eso les miro con odio. Pero tendré cuidado de no mirar muy de cerca. Miraré, así, a lo lejos, al bulto, sin buscar el detalle. Porque si cometo la torpeza de mirar más de cerca, con más precisión, acaso veré a un hombre honesto, uno solo quizás, y ya mi odio no tendría sentido. Si miro más atento, si en vez del telescopio uso el microscopio, me habré equivocado. Habrá entre ellos un médico tal vez, uno que duerme pocas horas porque trabaja en un hospital donde escasean los medios, donde lo único que abunda es el dolor, y le veré gastar su vida sanando a los demás, sufriendo por los que no puede salvar. Y veré acaso a una mujer que carga con toda su familia, que la alimenta y la viste y la educa trabajando en casas ajenas, sin oportunidades, sin respeto, sin nada que le asegure que ella y los suyos comerán si enferma o se hace vieja. Y no podré odiar a esa mujer, ni a ese hombre, porque si lo hiciera sería como aquellos, sí, como esos pocos a los que de verdad debemos odiar, los que sin discusión posible merecen nuestro asco.