Uno, a pesar de la presión mediática y política a la que se ve sometido estos días después de los atentados de París (como pasó después de los de Madrid o New York), se resiste a usar el término guerra para definir lo que nos está sucediendo. Ni siquiera con matices (guerra de guerrillas, guerra difusa, guerra asimétrica, guerra no convencional, guerra subterránea, etc.) ese sustantivo explica lo que está ocurriendo en Europa. Sí sirve para definir lo que está ocurriendo en Siria, en Libia, en Irak o en otros lugares del mundo, lo que justifica en parte nuestro error, ya que los europeos (y los norteamericanos, rusos y algunos más) estamos involucrados, militar y moralmente, en los terribles acontecimientos de esas zonas y, además, porque es desde allí desde donde se planean los atentados luego perpetrados en nuestros territorios. Pero estar en guerra es algo más grave (veamos las dos guerras mundiales, la chino-japonesa, la de los cien días, la civil española) y por eso debemos ser muy cuidadosos a la hora de declararla o de dejar que nos la declaren.

Los fanáticos religiosos, sean del signo que sean, son nuestros enemigos porque la religión extremada y extremista es uno de los peores inventos de la raza humana. Pero darles el gustazo, a los que atizan desde dentro de esas religiones el odio, la intolerancia, el afán de venganza o el rencor histórico, de aceptarles que estamos en guerra es un acto, a mi parecer, irresponsable. Irresponsable, para empezar, porque da alas a sus reivindicaciones (si las ponemos en el centro de nuestro discurso aunque sea para denunciarlas las hacemos más fuertes y reales de lo que de verdad son) y porque convierte en actores principales a los que estaban llamados a ser, por muy villanos que se proclamen y muchas barbaridades que cometan, meros actores secundarios. E irresponsable, además, porque les dota de un estatuto político, legal y social que, por atacarles a ellos, nos debilita a los que no somos como ellos. Entender esto es difícil cuando uno se encuentra cegado por la sangre, pero tenemos la obligación de hacerlo si queremos que la situación tampoco se desmadre para nosotros.

En New York, Madrid o París ha habido muchas víctimas fruto de un concepto podrido de religión y de política del que los occidentales no somos inocentes del todo. Nuestras injusticias y nuestros errores allende y aquende nuestras fronteras han servido para avivar ese fuego destructor que de vez en cuando nos abrasa. No se trata de trazar una raya en el suelo y poner a un lado los buenos y al otro los malos. Se trata de dejar de cometer injusticias y errores al tiempo que se persigue a los que, amparándose en ellas, se consideran legitimados para devolvernos ojo por ojo y luego subir la apuesta de atrocidades en una espiral macabra a la que cada vez se le ve más lejos el fin o la solución.

No estamos en guerra. No hay guerra. No dentro de Europa. Hay tensiones que hay que rebajar por todos los medios lícitos y hay un reguero de víctimas que tendríamos que hacer lo posible por detener (también, que no se nos olvide, las víctimas de género, las de accidentes de tráfico o las derivadas de las desigualdades sociales y los recortes sanitarios, que multiplican las anteriores por mucho). Porque si nos metemos en ese pozo negro y sin fondo que conlleva cualquier lógica de guerra nos haremos más daño del que estamos intentando evitar. Eso ya lo hemos visto demasiadas veces como para no haber aprendido de ello.