Hay leyes para casi todo, pero ninguna se ocupa de la sostenibilidad de los monumentos, a pesar de lo mucho que le cuestan al erario. El abandono en que se encuentra el dedicado a las víctimas del 11-M en la estación de Atocha (Madrid) ha llamado la atención sobre el mal estado en que en general se hallan los monumentos. Aunque se supone que su función es recordar la historia de algo o alguien para que no se olvide, muchos duran menos que la memoria que deberían reavivar. El problema es que el erector público de monumentos se conforma con la memoria de su inauguración en el elector, que es corta. En la cultura de lo efímero, quizás deberían clasificarse los monumentos que se erigen en sostenibles (clase A) y desechables (clase B), los primeros con plazo de garantía y los segundos con plazo de caducidad, y previsión de retirada a basurero. Así, al menos, nadie se llamaría a engaño.