Si hay algo verdaderamente desasosegante en el terrorismo -más allá de lo obvio, de la muerte y la intimidación- es la facilidad con la que se erizan los ánimos y se deplora -por decadente e ingenuo- todo lo que tiene que ver con los cimientos de lo que en circunstancias más felices se identifica con la civilización. Con Hollande enfurecido y Rajoy evaluando a cada paso el coste electoral, las opiniones mayoritarias parecen haberse sumergido en un énfasis delirante, de manera que es difícil salir de casa sin regresar con una colección de juicios militaristas que en otro tiempo espantarían a cualquier persona con un mínimo de sensatez. Mi abuelo decía que lo más escalofriante de la guerra fue comprobar que la gente con la que compartías espacio y hasta vaso de vino se convertían de súbito en perros sanguinarios, hablando a las primeras de cambio de cortar cabezas e, incluso, de arrancarle la piel a los que no pensaban como ellos. La matanza de París ha vuelto en este sentido a tirar de la manta, hasta el punto de ver a vecinos, en otras lides ejemplares, e, incluso, probos, hablando muy serios de la necesidad de reventar a bombazos «a todos esos hijos de puta», como si la historia -incluso la reciente- nos no hubiera prevenido de los riesgos de tomar decisiones con la temperatura social al rojo vivo. Y más si presides una nación. En los últimos días se ha puesto de moda hablar de la dificultad de explicarle la masacre a los niños, pero poco se habla de riesgos como el que le costó la vida, por ejemplo, aquel electricista brasileño que fue confundido con un talibán a la salida del metro de Londres. Incurrimos, de manera grosera, en el relativismo, que es precisamente la misma receta que aplican los bárbaros de la yihad para justificarse ante Dios y ante sí mismos. Matar, si se cuenta con razones para hacerlo, no es un acto deplorable, sino que se convierte automáticamente en una actividad de indudable pelaje democrático que reclama el orgullo y la unidad de la nación. Han tenido que pasar acontecimientos abominables y casi una legislatura para que, al fin, esté de acuerdo con Rajoy, especialmente por su modo Bartleby de negarse a decidir. La respuesta a los atentados no es sólo contraproducente, sino también éticamente sospechosa. Y con el alarmante caudal al dorso de siempre que decidimos libremente trocar libertad por seguridad. Las garantías legales y la moral quedan temporalmente suspendidas. Una vez más, no era esto. Prepárense.