Estos días retorna a la actualidad mediática el debate sobre la relación entre la seguridad y la libertad, en el sentido de a qué concreta cuota de la segunda debemos renunciar para mantener la primera. Cada vez que se produce un gran atentado terrorista, se reabre una polémica que nunca se cerrará del todo, puesto que se trata de una cuestión muy delicada que no procede analizarse ni desde una perspectiva política interesada ni desde un clima de máxima tensión que impide la reflexión prudente, certera y eficaz.

En junio de 2013, Barack Obama, desbordado por el escándalo de la vigilancia masiva de las comunicaciones de los ciudadanos y cuestionado por tolerar como presidente lo que criticaba como candidato, defendía los programas de espionaje de conversaciones y de envío de datos, asegurando que sólo afectaba mínimamente a la privacidad de «algunos». Un precio que, según él, valía la pena pagar para mantener a la nación a salvo del terrorismo. Las palabras del mandatario norteamericano fueron exactamente las siguientes: «No se puede tener un cien por cien de seguridad y un cien por cien de privacidad. Hay que hacer concesiones y estas pequeñas concesiones nos ayudan a prevenir ataques terroristas».

Sin embargo, y estando básicamente de acuerdo con su discurso, el problema radica en que nadie especifica a qué exacto porcentaje de libertad se renuncia y qué porcentaje de seguridad se consigue con ello. ¿A cuánto renunciamos? ¿A un cinco por ciento? ¿A un cincuenta por ciento? Porque yo puedo olvidarme de la suprema expresión de mi libertad si ello supone un aumento significativo de la seguridad y no se desnaturaliza el derecho cuya reducción acepto, siempre y cuando existan medidas rigurosas, reales y efectivas de control. A fin de cuentas, nuestro Tribunal Constitucional ya ha manifestado en numerosas ocasiones que no existe ningún Derecho Fundamental absoluto y, si algo hemos aprendido a estas alturas, es que la perfección, por más que sea deseable y perseguible, no es alcanzable. Pero lo que no considero defendible es partir de la anterior premisa para abrir la puerta a medidas desproporcionadas o injustas y, mucho menos, a la generación de zonas que quedan en un limbo jurídico debido a la falta de una regulación clara y de unos controles significativos.

Así, el programa secreto sobre recolección de registros de comunicaciones telefónicas nacionales de estadounidenses, efectuado por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), ha sido objeto de varias resoluciones judiciales que anulan dichas prácticas. En una de ellas, el juez federal Richard Leon la calificó de inconstitucional y dijo: «No puedo imaginar una invasión más arbitraria e indiscriminada que esta recolección sistemática y de alta tecnología que retiene los datos personales de prácticamente todos los ciudadanos para los efectos de consulta y análisis sin la previa aprobación judicial». Ese es el problema. Se pueden justificar medidas extraordinarias pero, si al mismo tiempo no se establecen límites y mecanismos de fiscalización, se termina cayendo en una arbitrariedad que difumina necesariamente la esencia de los Derechos y Libertades hasta hacerlos irreconocibles.

Posteriormente, la Corte de Apelaciones declaró ilegal la recogida de datos telefónicos de millones de ciudadanos llevada a cabo por la Agencia, aunque no por ser contraria a la Constitución estadounidense, sino por exceder de lo autorizado por el Congreso en la llamada Ley Patriota (Patriot Act), aprobada tras los atentados terroristas del 11S. De hecho, los magistrados no entraron a valorar la constitucionalidad de tales prácticas pero en su fallo, redactado por el juez Gerard E. Lynch, dictaminaron que la recopilación de millones de datos telefónicos «excede el ámbito de lo que el Congreso autorizó» al aprobar la mencionada Ley Patriota.

Ahora, tras los recientes atentados de Francia, se habla, tanto por parte del jefe del Estado como del primer ministro galos, de la necesidad de modificar su Carta Magna y aumentar las facultades del Gobierno y la Policía. Con el decreto del Estado de Excepción ya han podido adoptar una serie de decisiones impensables en una situación de normalidad: fijar sectores de residencia obligada para sospechosos (lo han hecho con más de un centenar de individuos); registrar domicilios día y noche sin orden judicial (se ha entrado en más de ciento sesenta casas tan sólo en los primeros días siguientes a los atentados); establecer franjas de seguridad prohibidas al tránsito de personas y vehículos (se ha acordado en determinados puntos de París); o practicar detenciones alargando la duración de las mismas. Pero todavía quieren llegar más lejos. La cuestión es cuánto más, como también lo es dónde colocar las líneas rojas para no desfigurar el modelo constitucional que nos hemos otorgado. No vaya a ser que, para defender nuestros modelos de Estado, nuestros principios y nuestros valores sagrados, seamos nosotros mismos quienes prescindamos de ellos y los olvidemos, otra de esas absurdas paradojas en estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir.