Cuentan que a los ideólogos educativos de la antigua Unión Soviética se les ocurrió un día poner en marcha un programa que consistía en exigir a los escolares de una determinada región de la URSS un currículo de Matemáticas superior en un curso a lo que dictaminaba su edad. Resultado: unos cuantos miles de pequeños rusos que acabaron odiando las Matemáticas.

La primera moraleja: en materia educativa, los experimentos, con gaseosa. La segunda conclusión tiene que ver con los tiempos: no hay soluciones a corto plazo. Tercer elemento a tener en cuenta: las leyes educativas, esas que cada gobierno de turno aprueba gozoso, casi siempre en la más completa soledad, suelen tener efectos recortados y recorridos de cercanía. No hay leyes panacea, aunque nunca estamos libres de leyes terremoto.

«Los niños más listos del mundo» es el libro de la periodista norteamericana Amanda Ripley. Intenta analizar en él los éxitos en las pruebas internacionales que logran los escolares de Finlandia, Corea del Sur y Polonia. Los dos primeros países ocupan lugares de pódium desde los inicios de PISA; Polonia escala posiciones con intensidad llamativa. Está por ver que logre mantenerse.

El interés del asunto es que se trata de tres sistemas educativos muy diferentes. Tres caminos para llegar a buenos resultados. Y conviene despojar aquí a las pruebas PISA y su correlato en Primaria de la transcendencia que algunos quieren darles, casi siempre con ánimo de arma arrojadiza.

¿Son más inteligentes los niños finlandeses que los españoles? Desechemos por completo semejante determinismo. Entonces, seguro que Finlandia gasta más que España en educación a tenor de la diferencia de resultados. Es cierto, pero Finlandia es una excepción; no lo es España en el contexto europeo. La crisis situó ese gasto educativo nacional en torno al 4% del PIB cuando en Finlandia son tres puntos más, pero la inmensa mayoría de nuestros socios europeos se mueven en una horquilla muy reducida entre los cuatro y los seis puntos porcentuales sobre el PIB nacional respectivo.

Si las diferencias de gasto no son tan sustanciales pero los resultados en muchos casos sí lo son, solo cabe pensar que lo que cuenta es el gasto selectivo. Saber invertir. La sensación que tiene la comunidad educativa española es que se invierte moderadamente insuficiente y rematadamente mal. El gasto de Polonia es muy parecido al de España, y lo mismo pasa con Alemania, Italia o Suiza. También con los Estados Unidos, Corea del Sur y Japón, entre otros referentes de primera línea.

Es la conclusión de Ripley: gastar mejor para sacarle más partido al gasto. E iniciar una larga travesía tranquila para consolidar los sistemas. El gran cambio de la mentalidad.

El cambio educativo en Finlandia comenzó a principios de los setenta y se sustentó en políticas que convencieron a los mejores alumnos del país para hacerse maestros. Ellos, con 5,5 millones de habitantes, se lo pudieron permitir. España tiene nueve veces más, una realidad educativa mucho más compleja.

Llenar las aulas de ordenadores portátiles y pizarras electrónicas apenas sirve para avanzar en resultados si el sueño tecnológico no va unido a otras cuestiones menos cuantificables pero más importantes: la cercanía de las familias; más aún: su complicidad. La consideración de los profesores, empezando por ellos mismos. Cambios radicales en las fórmulas de acceso a la profesión docente y en la formación del profesorado y una ley educativa estable, de todos y para todos.

Ahí está el reto. Otros nos marcan el camino. No seguirlo nos condena a la mediocridad.