Me gustan los pájaros blancos. Abrir el buzón y encontrármelos. Geométricos. Apaisados, rectangulares, cuadrados. Limpios siempre, misteriosos a veces. Con una letra, a mano inglesa o informatizada a lo americano, que te llama como una voz impresa. A veces se duermen a oscuras al fondo del buzón, esperando que una llave los despierte. Otras veces se resisten sus alas al estrecho confinamiento en una caja anónima, tan sólo numerada en abecedario y en escalera. Cada vez vuelan menos. Hace un siglo eran miles viajando por el aire, acomodados en un vagón de tren o en coches uniformados. Aves en una saca volcada para clasificarlas alrededor de un mapa por el que las repartían hombres de gris en bicicleta o tirando de un pequeño carro. Carteros de la guerra, de la censura, de Cupido entre dos puertos, de la amenaza administrativa del miedo y de la zurcida esperanza inmigrante. Era frecuente en los pueblos ir a recogerlas a media tarde al estanco, a la centralita de teléfonos, al bar donde todos buscaban ahorcar al seis doble con un palillo entre los dientes. También era habitual su lectura en alto a pie de la puerta y frente al secreto o al dolor rasgado que comunicaban a sus destinatarios, mayores o analfabetos, con un juramento sellado en los labios. Conozco a uno que incluso ha llegado a ser un querido alcalde.

Hoy visten de amarillo y azul aquellos profesionales. Ninguno recita a Neruda ni hace ya de lector epistolario. La gente ha dejado de trazar a mano la letra del amor, la caligrafía de la seducción y la rúbrica de la muerte y del pésame. Ya nadie se juega a una carta el corazón. Tampoco la tristeza se emborrona con una lágrima ni se guarda como una flor seca entre adjetivos que se rompen. Hace años que la aventura del viaje no se narra en el envés de un monumento. Hasta los bancos han dejado de cartearnos a final de mes los estados de la cuenta que nos convierte en funámbulos. Los niños no coleccionan sellos de aviones antiguos ni de países con paraísos en los que no hay cobertura para móviles. No leen Miguel Strogoff ni ven películas del oeste por cuyo horizonte cabalga un jinete del Ponny Exprés.

Cada año un macabro estudio nos vaticina la extinción de una de las profesiones en las que todavía se utilizan zapatos, la gente se mira a los ojos y en la que el servicio conlleva relaciones afectuosas. La de cartero es una de ellas. Canadá prescindirá de la entrega a domicilio a partir de 2019 y el Reino Unido ha privatizado Royal Mail, empresa pública con 500 años de historia. En España los envíos bajaron el pasado año de los 5.100 millones a 3.099 millones, y Correos ha despedido a 16.386 empleados, uno de cada cuatro. El adelgazamiento de la plantilla, unos 50.000, cuya medida de edad ronda los 50 años y un sueldo de 1.000 euros, no ha tocado fondo. Los españoles mandamos muy pocas cartas, unas 85 al año por persona. Es lógico que para las empresas de correo, que en muchos países son públicas o semipúblicas, la caída en los ingresos, sumada a la competencia de la mensajería privada, suponga un difícil lastre financiero.

Vivimos un tiempo en red donde la brevedad de lo veloz es el email. Ni siquiera le llamamos correo electrónico. Las cartas sólo se nombran en naipes. Posiblemente porque el ser humano nunca dejará de hacer trampas y siempre soñará con una buena mano de suerte. Esa jamás será la misma que dibuje la letra que delata nuestra identidad desnuda en el pulso y en el trazo. Carácter y ánimo en el tamaño preciso y en el equilibrio adecuado. Es difícil enmascarar la caligrafía. Resulta más fácil neutralizar las emociones con el antifaz de la tipografía digital o de los glifos informáticos. Es el que pensaba utilizar nuestra ministra de Trabajo en la misiva, destinada a los mayores de 50 años, con la futura pensión privada y pública. Son tan bajas las prestaciones que el Gobierno vetó la iniciativa. Una cosa es que los cotizantes tengamos derecho a saber lo poco que podemos esperar del Estado en unos años, para hacer planes de supervivencia (incluidos los insumisos y los ilegales), y otra muy distinta que el interés informativo de la Seguridad Social sobre las jubilaciones de mierda contribuyese a que al Ejecutivo le saliera el tiro por la carta antes de las elecciones.

Existen otras misivas que se perdieron en el camino. Unas veces porque alguien nunca recogió un recado secreto -igual que el escondido hace 92 años en uno de los paños de madera que componían el artesonado mudéjar de la extinta iglesia granadina de San Gil, almacenados en el museo de la Alhambra- y otras por culpa de un trabajador de correos de Alicante y de Alcoy entre otras localidades que dependían de la oficina de Ontinyent. Sólo la policía conoce el nombre de su operario de 42 años que acumuló en el trastero de su casa 3.200 cartas sin entregar a sus destinatarios. Avisos certificados, permisos de circulación de la DGT, notificaciones judiciales, recibos de empresas energéticas y de aseguradoras, y cartas personales desde 2004 a 2014. Diez años cometiendo presuntamente los delitos de infidelidad en la custodia de documentos y violación de secretos. Tal vez pensó que ninguno echaría de menos la carta. Se equivoca. Siempre habrá una nueva que nos conmueva o que haga público un grito de socorro. Igual que Liliam Tintori, esposa del político Leopoldo López, escribiéndole una a El Mundo alertando de la violencia que sufre la oposición en Venezuela.

No se cuánta gente envía palomas de nieve a mediados de diciembre. Pero no olvidemos que siempre habrá cartas a las que merezca la pena darla la vuelta. Aquellas en las que se vuela el deseo de una vida y en las que nuestra letra abierta despierta una felicidad en la voz de su destino.

*Guillermo Busitil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com