Es invisible, pero no inodora. Transparente, pero no incolora. Clara, pero no insípida. Y ante todo, no ocupa lugar pero es determinante. El alma está hecha del mismo material que los sueños, y, como ellos, ilumina el camino a la inteligencia. Su brillo acompaña a quienes luchan, y su ausencia oscurece la mar de la cobardía, del conformismo, la resignación o la falsa prudencia. Es igual en un hombre que en cualquier actividad de grupo, como el fútbol. Rafa Benítez debería leer menos estrategia y más filosofía, y mirar menos al palco.

Cercana la Navidad, mucho más hermosa que el solsticio de invierno anhelado por la actual alcaldesa -esa desgracia con bastón de mando y antes con pancarta alborotadora- de la ciudad del Barça, los culés brillan con el alma que decíamos. Sin renunciar al juego base de la Masía; ahí están Busquets, Iniesta, Alba, Sergi Roberto, Rafinha y Piqué con el punto y aparte de Messi, dentro de lo mismo, para atestiguarlo; Luis Enrique ha sabido amalgamar a ellos a otras dos estrellas como Neymar y Suárez, de lo que muchos dudábamos con razones fundadas, y unidos a los antiguos valores de Mascherano y Alves, más el concurso de Rakitic, Mathieu y Bravo, y las esporádicas apariciones de los canteranos Munir, Sandro y otros, están consiguiendo aunar el objetivo de los grandes: ganar, jugar bien, golear, divertir a su parroquia y encandilar sin distinción de colores a los aficionados. Por lo que decíamos, el Barça es un equipo con un juego claro, transparente, con sabor, oloroso y brillante. Un equipo, juegue quien juegue, con alma. Decimos los futboleros que cuando un equipo está bien, entre quien entre se contagia del buen juego y saca lo mejor de sí hasta salirle casi todo lo que intenta. Por el contrario, cuando un grupo no está bien no le sale nada a nadie. Si el alma que ahora atesoran los blaugranas no se les apaga, el triplete del año pasado puede quedarse corto esta temporada. Por eso, sus aficionados sueñan con toda la razón que les dan sus jugadores. Están intratables y encima divierten y se divierten. No se puede pedir más.

El Atlético, por su parte, continúa con el alma que poco a poco Simeone fue inculcándole. Lo ratifica el hecho de que cada año cambian a varios jugadores determinantes y la marcha apenas se resiente: sigue siendo el mismo equipo peleón, eficaz y eficiente, que saca sus partidos adelante con más dificultad que brillo. Y en ese partido a partido que preconiza el aguerrido técnico argentino encuentran su gloria. Por eso, también, sus aficionados sueñan con repetir las gestas que vienen alcanzando estos últimos años. La llama que les ilusiona no será siempre rutilante, pero sí generosa, emocionante y esforzada; el alma eterna de los colchoneros. La de los pupas; la de los Adelardo, Luis, Gárate, Ayala, Futre, Pantic y tantos otros, con nuestro Juan Antonio López Gallego entre ellos -ánimo, amigo-. Esa que el Cholo les ha devuelto.

Finalmente, el Madrid sigue buscando la suya. Tras la debacle ante el Barça parecieron encontrarla en Ucrania, pero el último cuarto de hora volvió a traer sombra a su estrella. Y el fin de semana, en Éibar, ante un equipo menor tan gris y romo como el juego desplegado por los blancos, a pesar de su victoria, volvieron las negras golondrinas a anidar en la tiniebla de lo insulso. Dicen algunos cronistas que el Madrid ganó bien, pero no añaden ante quién ni cómo. Solo en la primera parte, sus medios centros de fortuna: Modric y Kroos, perdieron varios balones en el inicio del juego que ante un equipo fuerte les hubieran costado, como ante el Barça la semana pasada, más de un disgusto.

En Ucrania pareció que Benítez había vuelto al buen criterio para jugar como siempre lo han hecho sus equipos, con equilibrio, pero en tierras vascas la burra ha vuelto al prado. Un equipo grande, como el Real Madrid, no puede jugar con arreglo a sus rivales, salvo cuando lo hace con alguien de su nivel y aún así es discutible. Por eso necesita optar a una alineación que los aficionados conozcan de memoria; como en los buenos tiempos.

Si Benítez entiende que debe jugar como Ancelotti el año pasado no justificará su fichaje. Su fracaso será peor que el del italiano: no habrá aprendido de sus errores. «Chapas», lo recalcitrante es contrario a la sabiduría. Y con los ajenos, de tontos.