Dice un vecino de mi urbanización que durante los días de Navidad va a llover chuzos de punta. Yo le contesté que me alegraba porque no hay nada tan romántico como ver llover tras los cristales.

No les transcribo la letanía de piropos que salió de la boca del mendigo del barrio porque no estaría bonito. No obstante, al día siguiente le pedí disculpas por no recordar que él pasaba las noches en el escalón de una oficina bancaria. El hombre no recordaba nuestra conversación de la víspera, no obstante, le agradó que me disculpara y me dedicó muchos piropos, no porque yo le pareciera guapa sino porque, además, le había ofrecido una cajita con dulces navideños que deposité en su regazo. En ese momento pasó por nuestro lado un señor con abrigo y sombrero que murmuró entre dientes una catilinaria contra los pobres y las marujas sufragistas que están llenando Málaga de pobres. O sea, que no soy ni generosa ni buena ciudadana, soy la culpable de que este mes haya bajado el turismo en Málaga. Les aseguro que ese buen malagueño me recordará durante todas las fiestas navideñas que le resten por vivir y es que cuando me tocan la vena sensible soy muy fiera. ¿Se dan cuenta de que con esta maldita crisis se nos está agriando el carácter? Desde que, casi todos, leemos la prensa y vemos el telediario, no nos aguantamos unos a otros. Hasta a mi paisano, el presidente Mariano Rajoy, le ha fastidiado la cocorota un niño imberbe. Y es que, como decía mi madrina: «Desde que comemos todos los días estamos perdiendo el buen gusto», pero yo, que no soy ni tan sabia ni tan buena como ella, pienso que a nuestras criaturas le hemos dado todo lo que hemos podido sin decirles las horas de trabajo que hemos empleado para cubrirlos de todo lo bueno. Dice el Sto. Padre: «Las cosas, en su justa medida, son más valoradas». Pues sí.