El yo se esconde. El yo ama esconderse. Eso lo sabemos todos. Por eso nunca terminamos de saber quiénes somos. Y por eso nos pasamos buena parte de la existencia intentando descifrar los enigmas de ese yo que se nos niega y que se oculta con tanta habilidad. Necesitamos encontrar ese yo escondido para amar lo que amamos, para sentir lo que sentimos, para pensar lo que pensamos, para ser lo que somos. La poesía ayuda. Las manos (las que moldean, las que decoran, las que acarician) ayudan. La sensibilidad y la imaginación ayudan. La mirada ayuda. El tiempo lento ayuda. La inteligencia y la bondad ayudan. Que el yo confíe en nosotros para que nosotros podamos confiar en el universo.

El yo es generoso pero nosotros, uno a uno, somos egoístas. Por eso el yo se esconde y nos evita: para que no le contagiemos nuestro egoísmo, para que no le encerremos en una cárcel de deseos falsos. Se trata de convencer al yo de que salga de su escondrijo y nos regale su honda sabiduría originaria, ésa que le conecta con el alma del mundo y sus misterios infinitos. Quizás, entonces, se anime a formar parte de nuestros platos y de nuestras alfombras, de nuestros gestos y de nuestras miradas, de nuestras casas y de nuestros afueras, de nuestros pensamientos y de nuestros instintos, de nuestras olvidos y de nuestros recuerdos, de nuestros errores y de nuestros aciertos, de nuestros libros y de nuestros vasos. Y quizás también entonces nos enseñe, ese yo escondido al que convencemos para que asome la cabeza y nos mire a los ojos, nuevas maneras generosas y luminosas de estar conectados con las raíces de la vida, con ser toda la vida (inmensa, poderosa, rebosante, contagiosa) que llevamos dentro.

La vida es, además, un mandala. La vida es, como constatamos a cada paso que damos, un laberinto. Por eso tenemos que aprender a usar el yo como una madeja, como hizo la mítica Ariadna cuando se enfrentó al Minotauro, para poder encontrar la salida. Desenrrollar el yo, volverlo a enrollar: hasta que el mandala y el laberinto confíen en uno y accedan a enseñarle el centro escondido que custodian. Porque queremos descubrir dónde se esconde el yo. Pero hacerlo con las manos, con la piel, con lo que sentimos, con lo que soñamos, con lo que imaginamos. Seducirle para que se muestre. Sin violencia, sin amenazas. Trabajos de amor: el trabajo de cualquier amor verdadero.

Por eso hay que creer, como guías naturales hacia nuestro yo escondido, en los que se van por las ramas, en los que pierden el camino para encontrarse a sí mismos, en los que se equivocan de corazón, en los que cierran los ojos para ver mejor, en los que se retrasan para llegar a tiempo, en los que cultivan flores en su piel sin miedo a las espinas, en los que dicen gracias sin necesidad de decirlo, en los que esperan sin desesperar, en los sensibles que no caen en la sensiblería, en los inteligentes que no buscan apabullar con su inteligencia, en los poderosos que se rinden ante los débiles, en los atentos que confían en la inatención, en los mendigos que sólo aceptan los que les empobrece más, en los que no saben dónde están sin sentirse por ello desorientados, en los que abrazan sin convertirse en la cárcel de nadie. Creer, entonces, en el yo que se esconde a la vista de todos, nuestro yo verdadero, y habitarlo con ganas, inteligencia, sensibilidad y lucidez.