El acto de votar lleva camino de convertirse aquí en un precepto dominical equiparable al de ir a misa. Entre autonómicas y generales -si estas últimas se repiten-, la feligresía se va a pasar buena parte del año comulgando democráticamente en los colegios electorales. Aunque sea con ruedas de molino.

A los catalanes, por ejemplo, no les van a quedar apenas domingos libres en el calendario si el proceso de independencia sigue su caótico curso hasta forzar unas terceras elecciones en pocos meses.

Vascos y gallegos tienen cita también este año para renovar sus parlamentos, con resultado que tal vez obligue a repetirlas, como últimamente es costumbre. Y a todo ello hay que unir unas muy probables generales que acaso desemboquen otra vez en prórroga, de manera que el equipo entrenado por Mariano Rajoy y el de Pablo Iglesias (júnior) tengan que jugarse el gobierno a los penaltis.

A estos singulares sucesos debía de referirse Borges cuando afirmó que la democracia es una superstición basada en el abuso de la estadística. Todo exceso es perjudicial, incluido el de un hábito tan sano como el del voto.

Tanta llamada a las urnas podría causar un cierto cansancio a los electores, hasta el punto de que el partido más beneficiado de todos fuese el de la abstención. Tampoco eso tendría porqué ser una mala noticia si observamos el caso de Estados Unidos.

Los americanos, que llevan doscientos veinte años celebrando elecciones con puntualidad británica y sin un solo golpe de Estado, no suelen destacar por su afición a las urnas. Los que allá en el rancho grande cumplen con el precepto del voto raramente superan el 50 por ciento; y eso que los yanquis tienen el aliciente de elegir por sufragio popular, si bien indirecto, a su jefe de Estado. Aun así, es de suponer que pocos europeos querrán darles lecciones de democracia a los estadounidenses, cuyo sistema nunca parió un Hitler, un Mussolini, un Stalin o un Franco. La baja participación podría asociarse, en realidad, con un cierto escepticismo de la ciudadanía, cosa que siempre es saludable. Aquí, por ejemplo, el personal tiende a reputar de corruptos a los políticos e incluso a sugerir que todos son iguales; pero a continuación vota masivamente a unos y otros. En las últimas elecciones de diciembre, un suponer, participó nada menos que un 73 por ciento de los convocados.

De eso se desprende que, en el fondo, el español es tan justo, benéfico y bondadoso como lo definía en su artículo sexto la Constitución de 1812. Sabe que, antes o después, los políticos acabarán por meterle la mano en la cartera y sin embargo les sigue dando su voto -es decir su confianza- como pocos otros pueblos del mundo. Después de todo, también las teletiendas en las que se expenden productos mágicos para el pelo y el alargamiento de pene tienen un gran éxito de público por aquí.

Magnánimo hasta el extremo con sus gobernantes, el pueblo español votó en cierta ocasión por un partido que le prometía sacar al país de la OTAN; y acto seguido aprobó en referéndum la permanencia de España en esa organización.

No hay demasiada esperanza, por tanto, de que los españoles se pasen al bando de la abstención y el escepticismo por muchos que sean los domingos dedicados este año al precepto pascual del voto. Seguiremos diciendo que los políticos son unos chorizos y entregándoles, a la vez, la papeleta. Como quien va a misa.