Uno de los episodios más mezquinos de la reciente gobernanza europea es el que está teniendo como epicentro de su actuación la política de refugiados. La guerra en Siria y las atrocidades del mal llamado «Estado islámico» han propulsado hacia las fronteras europeas a más de un millón y medio de personas -hombres, mujeres y niños-, que huyen del hambre, la pobreza y la muerte.

Tuvo que llegar una fotografía de un niño sirio, Aylán, ahogado en una playa turca para que los dirigentes europeos abandonaran su defensa férrea de los equilibrios financieros para tomar decisiones políticas humanitarias. Pero una vez que ha cesado el escándalo se imponen de nuevo la mediocridad, el cálculo electoral, la necesidad de mantener el orden establecido: un statu quo basado en la paz social, el mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos y, sobre todo, la necesidad absoluta de contentar a un electorado crecientemente conservador. Los ataques sexuales machistas de Colonia y la amenaza terrorista real, combinada con la ausencia de una mínima deontología profesional en buena parte del periodismo contemporáneo, conforman un cóctel explosivo cuyas principales víctimas son los más débiles, esta vez los refugiados.

Países hasta ahora admirables como Dinamarca, Finlandia, Alemania o Suiza han decidido aprobar leyes para requisar a los refugiados los bienes de valor que puedan poseer. Es la misma Suiza de Blatter, el corrupto dirigente de la FIFA, el paraíso fiscal de ciudades limpias y lagos de aguas cristalinas, el país de los festivales de jazz de verano, de las multinacionales farmacéuticas y el secreto bancario. De Finlandia admiramos su potente y eficaz modelo educativo, y Dinamarca parecía el canon a seguir en cuanto a políticas públicas se refiere. Quizás ahora nos hagamos preguntas acerca de la calidad moral de estos gobiernos y de las sociedades que les apoyan. Claro que, en España -como recordaba ayer mismo la editorial de El País- la pancarta que luce orgullosa en el Ayuntamiento de Madrid y que reza «Refugees Welcome» (Refugiados bienvenidos) tiene más letras que refugiados acogidos en España. Así que en este caso, como en tantos otros, mejor no meneallo, que diría Sancho Panza.

Diversos thinks tanks de toda condición están publicando interesantes reflexiones en torno a esta nueva decepción con Europa, con sus instituciones, con su espíritu actual. Lo han hecho Policy Network y el Bruegel Institute, Voxeu y el Peterson Institute of International Affairs. Y básicamente todos coinciden en dos cosas: la escasa calidad moral de las decisiones que se están tomando, en un contexto de auge del populismo político y del ascenso de posiciones ideológicas de la extrema derecha; pero también la posibilidad real de diseñar una política de acogida asumible por las arcas públicas en todos los países mencionados.

Es cierto que ha sido Alemania el país que ha realizado un esfuerzo mayor, acostumbrado como está a acoger a miles de personas, pero hoy por hoy esta generosidad está pasando factura: la red de albergues está superada, miles de personas malviven en polideportivos o espacios comunitarios que la población local no puede ahora utilizar, y la integración de esta población recién llegada ha desbordado los canales y los recursos del Estado. Asimilar de golpe una avalancha de muchos cientos de miles de personas que llegan huyendo no puede ser fácil, ni siquiera para un gigante.

La solución, por lo tanto, debería ser europea. Joakim Ruist, de la Universidad de Goteborg (Suecia) ha estimado que el impacto fiscal de la acogida de este millón y medio de personas sólo supondría una redistribución del 1,35% del PIB europeo, y que sería más fácilmente recuperable a medida que se produjera una efectiva inserción en el mercado de trabajo de los nuevos residentes. No parece una cantidad escandalosa si se la compara con el rescate bancario, que por cierto nadie espera recuperar. No es demagogia, es política. Europa convertida en fortaleza, paralizada, inmune al sufrimiento de las personas. Quizás haya llegado el momento de intentar cambiar ciertas cosas. Sin audacia, no puede haber esperanza.